Horizonte Vacio

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Horizonte Vacio
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© Daniel C. NARVÁEZ, 2018

ISBN 978-83-8155-397-1

Created with Ridero smart publishing system

1

Jukka puso el intermitente saliendo de la autovía en dirección a Elda. Había estado conduciendo toda la noche y frente a él, en el horizonte, se comenzaba a ver la claridad de un nuevo amanecer. Sabía que en un lugar de ese lejano horizonte se encontraba el Mediterráneo. Pero no era el día propicio para alcanzarlo. Había sido una típica noche de diciembre: larga, oscura, fría. Los seiscientos treinta kilómetros de recorrido se le habían hecho eternos, sólo con la ayuda de un par de bebidas cargadas de cafeína había podido aguantar al volante. Eso y la compañía de las emisoras de radio y su colección de cds de Hawkwind.

Siglas y señales lo habían martilleado durante el camino: A—1, A—3, A—31. En el retrovisor se alejaban los nombres de poblaciones que no conocía más que por pasar junto a ellas. Seis provincias, casi a provincia por hora: Burgos, Segovia, Madrid, Cuenca, Albacete y Alicante. De recuerdo, el mal trago del Puerto de Somosierra, donde su coche había luchado con el gélido aire del exterior para poder avanzar centímetro a centímetro sobre una superficie que amenazaba con helarse cada vez más a cada minuto. Durante el trayecto había vivido las situaciones típicas: el juego limpio de los camioneros indicando con los intermitentes la posibilidad de adelantar; el cabreo ante el típico acosador pegado al maletero del coche con las luces largas encendidas; los frenazos al avisar el navegador GPS con un pitido agudo la cercanía de un radar; la desgana de los dependientes de las áreas de servicio al pedir la llave del aseo. En definitiva, el fascinante mundo de la conducción nocturna.

Curiosamente este viaje no entraba en sus planes. Pero allí estaba, entrando en una ciudad a la que, aparentemente, nada le unía. Este pensamiento le rondaba la mente una y otra vez junto a una incómoda sensación de sueño, porque, al no esperar el desplazamiento, el día anterior —un jueves— lo había pasado entre corrección de exámenes, tutorías y reuniones en la Facultad. Había terminado un poco cansado, pero en lugar de irse a su piso, donde seguramente se habría instalado cómodamente en el sofá frente al televisor para ver una película antigua, o reciente; de nacionalidad exótica o de alguna república actualmente inexistente; relajarse y al mismo tiempo tomar nuevas ideas para sus clases, había cedido ante la insistencia de Arantxa, una colega con la que le gustaba pasar ratos muertos hablando de películas y series de televisión, con la que intercambiaba habitualmente DVD.

Jueves, 17 de diciembre de 2009 —una fecha que siempre recordaría—, sobre las cuatro de la tarde, Arantxa lo llamó al despacho y le insistió para mantener una de sus conversaciones. Estaban compartiendo el visionado de unas series policiacas y según ella, “tenían que comentar ya mismo lo que habían visto”. En el fondo Jukka tenía ganas de romper la rutina y sobre todo de hablar con alguien. No es que se llevara mal con el resto de sus colegas. Simplemente no había relación más allá de la típica charla sobre cuestiones de trabajo. El día a día le resultaba vacío y cansino.

Pero con Arantxa podía hablar de otros temas, no en vano tenían gustos semejantes e inquietudes parecidas. Ella, con sus treinta y dos años, diez años más joven que él, tenía una mirada viva, inquieta, con un brillo que se disparaba cuando empezaba a aprender de un tema que desconocía. Para ser profesora, y eso a Jukka le gustaba, solía terminar las frases con groserías y conjugando de todas las formas posibles: “joder” y “a tomar por culo”. En alguna ocasión se había referido a sí misma, cansada de desplazarse semanalmente de Madrid a Burgos, para atender sus horas de clases y tutorías, “como puta por rastrojos”. Jukka le había dicho, en broma, que hablaba como un estibador de puerto. Aunque él le solía replicar con alguno de los sonoros vocablos malsonantes que sabía en finés, aprendidos de su abuelo: perkele y saatana entre otros. Tanta familiaridad, conversaciones y encuentros habían hecho dudar a Jukka en algún momento sobre si había algo más, algún tipo de atracción, pero él mismo se dio cuenta de que no existía. Después de dos años no había nada más que amistad. “Mejor así. De todas formas, el amor no existe” había concluido Jukka. Era una buena manera de pasear por el parque del Parral, que estaba junto a la Facultad, cuando el frío no lo impedía. En caso contrario siempre había algún rincón en las diversas cafeterías que rodeaban a la Universidad.

En alguna ocasión, al acabar la jornada, habían ido a algún bar del centro a continuar sus interminables conversaciones sobre series policiacas. Arantxa, envuelta en el humo de los cigarrillos y saboreando un par de gin tonics, y Jukka, con su sempiterno ruso blanco, parecían salidos de esas historias de policías nórdicos decadentes, huérfanos del estado de bienestar. Invariablemente llegaban a un punto en el que contrastar realidad y ficción los sumía en una melancolía previa al estancamiento de ideas. Llegados a ese punto, una despedida y una conversación aplazada hasta otro día. Mientras Jukka volvía a su casa con la mente perdida en ese cine del norte. No solo recordaba a los clásicos como Sjöström, Dreyer o Bergman sino actuales como con Trier o Louhimies. Estas historias le producían una especial sensación de goce estético. Personajes y situaciones se le antojaban harto familiares hasta el punto de empatizar con ellos. Recientemente estaba empezando a encontrar esa misma sensación con las realizaciones de los países bálticos.

Aquel día, como de costumbre, acompañó a Arantxa hasta el hostal donde solía pasar los dos días que acudía a sus clases. Estaban enfrascados en una conversación sobre sociópatas en series de televisión. Jukka estaba argumentando “no me gusta la típica narración clásica, ya sabes, planteamiento, nudo y desenlace. Al menos en su forma tradicional de estructura lineal y todo eso. Prefiero esas narraciones que desconciertan, que no sabes muy bien lo que te están contando. Está claro que siempre hay un inicio y un final, pero el final ¿por qué no dejarlo abierto? Y el inicio igual, dejar dudas, cuantas más mejor. Eso es lo que me gusta de esas películas posmodernas. Todo ocurre como en la vida real. Las cosas suceden sin tanta truculencia. El día a día es sórdido y siniestro por sí mismo. Como le digo a los alumnos: el gran motor de la ficción y la realidad es la venganza, y esta, por supuesto, no es agradable”. En ese momento sonó su móvil; con una melodía que desconcertaba a sus colegas. La versión de Metallica del tema de Morricone Ectasy of gold. Horas más tarde, durante el viaje, Jukka se lamentó varias veces por haber contestado esa llamada. La conversación parecía haberse instalado en su memoria palabra por palabra.

– ¿Señor Lehto? ¿Jukka Lehto?

– Sí, soy yo —contestó con reservas.

– Mire usted… —se oyó una respiración entrecortada al otro lado de la línea—. Soy Rafael Melero Soler.

– ¿Sí? —dijo Jukka alargando inconscientemente la pregunta—. ¿En qué le puedo ayudar?

– No sé muy bien cómo explicarme… – se hizo un silencio mientras Jukka miraba a Arantxa y se encogía de hombros—. Mire… – continuó su interlocutor—, soy el padre de Lorena Melero. Usted fue su profesor… en Alicante. ¿Recuerda?

Súbitamente el rostro de Jukka cambió, se dio cuenta porque Arantxa le preguntaba por señas que ocurría. Nítidamente le vinieron a la mente algunas imágenes del pasado mientras se decía a sí mismo: “Jodido pasado”.

– Señor Lehto. Mi hija está enferma. Su estado es malo… mucho… – se notó un quiebro en la voz—. Insiste en verle. No nos ha dicho el motivo al resto de la familia. Parece que ella le tiene cierto aprecio, recuerdo que en alguna ocasión hablaba de sus clases y de cómo la motivaba en su asignatura y le aconsejaba para que se esforzara en otras.

Jukka estaba mudo. Escuchaba y pensaba al mismo tiempo: “De todos los momentos del pasado… Precisamente este. Hay que joderse”.

Arantxa estaba frente a él. Aterida de frío daba patadas al suelo para entrar en calor, se subió la bufanda hasta las orejas y frotaba sus manos enguantadas para calentarse. Sus ojos grises brillaban por el frío, y el cabello negro comenzaba a estar húmedo, lanzando esporádicamente reflejos de azabache. Jukka aprovechó un momento de silencio al otro lado del teléfono para despedirse de su compañera, con un rápido gesto y un “tengo que irme mañana nos vemos”. No advirtió el gesto de sorpresa y molestia en el rostro de Arantxa quien no dudó mucho a la hora de entrar en el hostal.

Jukka comenzó a caminar mientras reanudaba el diálogo. No se daba cuenta, pero caminaba en círculos.

– Pero, señor Melero, no acabo de entender muy bien – dijo intentando organizar una rápida excusa—. Estoy en Burgos. Estamos a jueves y aún tengo un par de clases mañana. En todo caso podría ver si el fin de semana existe alguna posibilidad de acercarme —mintió descaradamente.

– No creo que mi hija aguante el fin de semana – respondió Melero.

Jukka quedó en silencio otra vez. “Sí. Suena muy grave. ¿Le voy a negar una última alegría si está tan mal? ¿Pero qué es lo que tiene?” Pensó reflexivamente y preguntó en voz alta al mismo tiempo.

– Un accidente – dijo lacónicamente Melero—. La atropellaron y… —no terminó la frase.

– Vale. Salgo en un par de horas – respondió Jukka mirando el reloj—, si no hay problemas estaré en Elda a primera hora de la mañana. Mentalmente se planificó el tiempo: “Son las seis y media, me da tiempo de descansar un poco y saliendo a las doce puedo llegar al amanecer. No habrá mucho tráfico”.

Tras preguntar la dirección, se encaminó a su casa. Hoy era uno de esos días que había venido al trabajo andando y a pesar de la premura que tenía no le seducía la idea de coger el autobús. Estaría demasiado saturado a esas horas y más con el frío del exterior. Se cerró bien su cazadora de cuero, una vieja prenda que había pertenecido a un piloto británico de la Segunda Guerra Mundial, y comenzó a caminar pasando por delante del antiguo Hospital Militar, reconvertido en centro de salud, para luego seguir a la inversa el curso del río Arlanzón, cuyas riberas comenzaban a destilar una gélida neblina que jugueteaba con las ramas esquiladas de los árboles. Pasó junto a la estatua del Cid y tras atravesar varias manzanas llegó a su piso.

 

Preparó algo de equipaje, no sabía muy bien qué llevar, ni cuantos días iba a estar por allí, así que una bolsa de viaje y enseres de aseo eran lo básico. Luego, tras tomar algo de comer y apurar el café que quedaba en la cafetera se dirigió a su coche para en unos instantes iniciar el viaje por la autovía.

Elda. Tranquilidad en las calles. El navegador le indicaba la dirección de destino, pero dio varias vueltas a la calle donde se encontraba el hospital. Aparcó y se dirigió a la entrada, donde se quedó un instante pensando. Entró. Se acercó al mostrador de la recepción para preguntar por la habitación 22. En ese momento escuchó que lo llamaban, se giró y vio a un hombre que debía estar en torno a la cincuentena que se dirigía hacia él. Tenía aspecto cansado y los ojos vidriosos, enrojecidos por una mezcla de dolor y desesperación. Jukka tomó aire. No prometía nada bueno lo que iba a encontrar.

– ¡Señor Lehto! ¿Ha tenido buen viaje? Soy Rafael, el padre de Lorena – se estrecharon las manos—. Vamos a la cafetería. Querrá desayunar ¿no? De todas formas, ahora ella está durmiendo. Los calmantes la ayudan. No son horas de visita, pero lo he arreglado todo para que pueda pasar —Jukka recordó que Lorena le había comentado en alguna ocasión que su padre era alguien importante del ayuntamiento.

– Gracias. La verdad es que necesito un café. —dijo Jukka mientras trataba de salir de la espesa nebulosa del cansancio.

– Disculpe, pero no me lo imaginaba así. Tenía otra idea acerca de un profesor de Universidad. —dijo Melero con tono sorprendido.

Jukka notó la mirada escrutadora de su interlocutor. Imaginaba lo que estaba pensando: “Ya estamos con lo de profesor. ¿Qué pensará que pinta hay que tener? Está desconcertado. No tanto por el metro ochenta de altura. Él también es alto. El pelo. La melena por los hombros lo desconcierta. La barba estilo ‘tercio de Flandes’ que diría Arantxa. Las botas, los vaqueros y la chaqueta de cuero lo tienen intrigado. Pero qué rayos. Explico cine. No soy uno de esos pijos de Económicas o de Derecho”. Sus pensamientos estaban a punto de perderlo en un punto de no retorno.

– Si no es molestia… —comenzó Melero—, su apellido no es español ¿verdad?

– Es una larga historia familiar. Es finlandés. —Llegaron a la cafetería y Jukka pidió un café bien cargado—. Mi abuelo, en los años 40, llegó a España y acabó instalándose en esta zona. Cambió los eternos inviernos del norte por el sol de la costa.

– ¡Ah, bien! —dijo Melero con desgana para luego volver a la primera conversación—. Pero usted ya no vive aquí —inquirió Melero—, hace unos años sí ¿cierto? Cuando conoció a mi hija. Quiero decir, cuando le dio clases.

– En efecto —Jukka comenzó a darse cuenta, quizás por efecto de la cafeína, que Melero estaba iniciando una especie de interrogatorio. Tenía curiosidad por saber cuál era la causa del interés de su hija en este profesor. “Pero la curiosidad mató al gato” pensó mientras preparaba su contestación—. Ya sabe. En la Academia Valenciana del Cine.

– Sí. Sí. Recuerdo que hablaba muy bien de sus clases. La verdad es que eso alegró a toda la familia. Había empezado otra carrera y la abandonó.

– Arquitectura —sentenció Jukka.

– Exacto —replicó Melero observando con cierta sorpresa a Jukka—. Veo que está bien informado, que conoce cosas de mi hija. No imaginaba que se lo hubiera contado.

– Bueno —comenzó a decir para suavizar la situación— tenga usted presente que yo era el responsable académico de ese centro. Tenía acceso a los expedientes de todos los alumnos y figuraba si habían cursado algo con anterioridad. No recuerdo que ella me contara nada al respecto —mintió mientras terminaba el café. En el fondo sabía la historia: una carrera iniciada por obligación, tradición familiar lo llamaban, un año en Barcelona lleno de desastres tanto a nivel académico como sobre todo personal. Y un nuevo inicio en este peculiar centro para hacer lo que realmente le gustaba. Jukka no había olvidado el contenido de las numerosas horas que pasaron juntos hablando.

– Claro, claro —añadió Melero—. Parece ser que los alumnos sintieron mucho que se fuera.

– No lo creo. Por cierto, señor Melero —inquirió Jukka dando un giro a la conversación— ¿qué es lo que ha ocurrido? Me comentó por teléfono algo de un accidente.

– Fue hace una semana. Lorena había venido a vernos, quería decirnos algo muy importante. Se ha instalado en Alicante. ¿Sabe que ha montado una empresa por su cuenta? Se dedica a hacer fotos. Pues nada más llegar, justo cuando estaba cruzando una calle ocurrió una desgracia, venía un coche y el conductor no la vio. Quién sabe. El caso es que fue… —a Melero se le enrojecieron los ojos y la voz se le quebró durante un instante—, fue brutal señor Lehto. El impacto la lanzó varios metros más adelante y no sólo eso, sino que el coche siguió, frenando, y la arrastró varios metros hasta que ya finalmente pasó por encima.

Jukka estaba lívido. En el fondo no es que sintiera aprehensión por el relato que le acababa de hacer su interlocutor de los hechos, sino por la circunstancia de que Lorena estuviera aún viva. Desde el 11 que había pasado todo hasta este día. Había leído noticias de accidentes similares y la muerte había sido instantánea. No pudo más que preguntar.

– Pero… entonces su estado…

– Muy malo. Los médicos no se explican cómo sigue aguantando. En el lugar del accidente sufrió una parada cardiorrespiratoria. La sacaron adelante, pero luego aquí… La han operado un par de veces, pero tiene órganos en muy mal estado… el coche le pasó por encima, le rompió algunas costillas. Fue…

– No siga. Por favor —interrumpió Jukka—. No se haga daño recodando. Debe de ser duro para usted —frase a la que siguió un pensamiento: “Pues claro que sí, menuda tontería acabo de decir, pues claro que debe de ser duro para el padre”. Luego, de manera inconsciente hizo otra pregunta—. ¿El conductor? ¿Se detuvo para ayudar?

– Es lo más triste. Se dio a la fuga, y la descripción del coche que han hecho algunos testigos apenas ayuda a localizarlo. La Policía está en ello.

Hubo un silencio por parte de los dos. Ambos se miraban como buscando preguntas y respuestas. Finalmente, Melero habló de nuevo.

– Señor Lehto. ¿Por qué quiere verlo mi hija? Parece como si esa insistencia es lo que la mantiene con vida. Se ha pasado siete días medio dormida por los calmantes. Pero cuando despertó el primer día tras la operación lo primero que nos dijo fue que los avisáramos. Cada vez que se despierta sus palabras son las mismas, la misma pregunta: “Papá, ¿has llamado a Lehto?”.

– No tengo ni idea. Desde que me fui de Alicante hace ya tres años no he tenido contacto con ella ni con nadie —mintió de nuevo Jukka—. Por cierto, ¿por qué han tardado seis días en llamarme? —pregunta que cayó como un mazazo sobre Melero.

– En fin. Creo que lo mejor es que subamos —fue la única respuesta.

Jukka asintió y le dijo que antes iba al aseo, “a poner orden en estas greñas” había tratado de bromear. Frente al espejo Jukka veía como resbalaba el agua sobre su rostro. Intentaba, también, poner en orden su melena. Comenzó a pensar en Melero y la escueta conversación que había tenido. Más que nada le intrigaba la actitud: “Su hija está jodida, y el tipo sólo intenta saber porque estoy aquí. Puede que sea lo normal. La última voluntad de alguien resulta ser un tipo de cuarenta y tantos años con aspecto de pirata. ¡Cielos! Hasta yo mismo me pregunto el por qué estoy aquí”.

Salió del baño y volvió junto a Melero. En ese instante sonó el móvil. Melero lo miró, nuevamente sorprendido, los riffs de guitarra sonaban especialmente potentes esa mañana. “La cafeína está haciendo su efecto”, pensó Jukka. La llamada era de Arantxa. «¿Tan temprano? ¡Ah, no! Si ya son las nueve”.

– Hola Arantxa, dime.

– Jukka, ¿cómo estás? Ayer te fuiste de manera tan misteriosa que me dejaste intranquila. ¿Va todo bien?

– Sí. No hay ningún problema —en el fondo se preguntaba que estaba pasando. Arantxa nunca se había interesado por él más allá de las conversaciones habituales. Nunca se habían llamado al móvil, que él recordara, ni habían cruzado correos de índole personal más allá de “te he dejado un DVD en el buzón”.

– Ya. Bueno, oye… ¿Vas a estar en tu despacho esta mañana?

– No —respondió sorprendido Jukka —. ¿No te marchas a Madrid esta mañana? De hecho, a estas horas siempre estás de viaje.

– No, no, no, no… Hoy me he quedado. Por eso te pregunto a qué hora vas a estar por el despacho.

Jukka se quedó pensativo. La verdad es que no había avisado a nadie de que se iba. Ni había puesto la preceptiva incidencia docente en el sistema. Normalmente los viernes no iban los alumnos, pero si el decano se enteraba de su ausencia le soltaría alguna de sus típicas y molestas puyas. Demasiado tenía que aguantar con los comentarios absurdos acerca del largo del pelo y “las pintas de rockero”.

– Arantxa. Escucha. Es que no estoy en Burgos… —hizo una pausa para pensar si continuaba o no—. Estoy en Elda.

– ¡Joder, tío! ¡Ya podías haber avisado!

– Arantxa… —le desconcertaba el enfado de su colega— ¿Avisar de qué?

– Tienes razón. Disculpa —se oyó como respiraba de manera profunda al otro lado del teléfono—. Oye, Jukka, cuando vuelvas me avisas y ya nos vemos otro día. Que te vaya bien.

Jukka se quedó perplejo mientras guardaba el teléfono en el bolsillo. “A lo mejor necesita cambiar de hora o que la ayude con algún trabajo en esas comisiones que nos roban la vida” Pensó insistentemente. Su mirada se encontró con la de Melero, quien, rápidamente, le hizo una pregunta que se veía venir. Pregunta en la que se podía adivinar cierto grado de malicia.

– ¿Su mujer? ¿Su pareja? No quisiera haberle causado molestia con este desplazamiento tan inesperado.

– No. No tengo pareja, ni estoy casado —frase que trató de enfatizar—. Se trataba de una compañera de trabajo.

– ¡Ya!

En silencio llegaron al ascensor y subieron a la segunda planta. Caminaron por un largo pasillo. A Jukka, como a tanta gente, no le gustaban los hospitales. No es que los asociara a enfermedad, dolor y sufrimiento, que lo hacía, sino que le repelían esos espacios pulcros, los largos pasillos, la racionalidad de las ventanas, puertas y segmentación espacial. Los colores le producían un sentimiento contradictorio. Como en otras ocasiones en las que había acudido a un hospital bien por necesidad bien por cortesía, en cuanto divisó las paredes pintadas de blanco y crema, pensó en lo que él había identificado como una paradoja constante: “Si es tan necesario relajar con los colores, ¿por qué siempre la gama de blancos, grises y colores crema? Al final se degradan y dejan en evidencia lo que se quiere evitar: la mugre. Además, la cantidad de lugares en los que no hay luz al final crean bocas de lobo en los pasillos”. También sentía aversión por el olor. Un aroma que contenía la mezcla de cóctel de medicamentos, limpiadores ácidos y antideslizantes. Lo detestaba. Pero sabía que era necesario. Higiene. Sus pensamientos se detuvieron ahí, de manera abrupta una vez más. Habían llegado frente a la puerta de la habitación 22.

Por primera vez desde que había llegado se sintió nervioso. ¿Qué iba a encontrar al otro lado de la puerta? Reencontrar una parte del pasado en las condiciones que le habían dicho no era lo más deseable. Notó que el pulso se le aceleraba. Intentó tranquilizarse intentando poner en orden su melena. Melero le dijo que esperara que iba a entrar para ver si su hija estaba despierta. Cuando abrió la puerta pudo escuchar, antes de que la cerrara de nuevo, como decía “el profesor ese ha llegado”. Se escuchó el ruido de alguna pesada silla al moverse, un diálogo entrecortado, y al abrirse de nuevo la puerta una voz de mujer, joven a juzgar por el tono, que decía algo así como “todo va a estar bien”. De la habitación salió Melero con una mujer, también en la cincuentena, que obviamente sería la madre de Lorena.

– Mi esposa —indicó Melero—. María López.

– Encantado… —comenzó a decir Jukka, pero cambió el sentido de la frase—, aunque lamento hacerlo en estas circunstancias.

 

Mientras estrechaba la mano de la señora López, Jukka se dijo a sí mismo que había hecho el tonto. Esa falsa solemnidad de la frase hecha no era lo suyo. Se sintió no sólo observado, sino escrutado por ella. “La madre que protege a la cría” reflexionó mentalmente.

– Pase —le indicó Melero—.

Jukka abrió la puerta y entró en la habitación. La luz entraba y quedaba filtrada por unas cortinas blancas. Como un velo sobre la vista. “Parece un jodido sudario” pensó Jukka. La habitación tenía un tamaño medio. Había dos camas, orientadas hacia el sur, separadas por una cortina. En el lado derecho se encontraba un armario y en la pared de enfrente de las camas el omnipresente televisor colocado sobre un soporte. Estaba apagado y reinaba un profundo silencio. Debajo de había un sillón de aspecto cómodo, mullido y que invitaba a descabezar un sueño. Jukka miró hacia le ventana, intentando divisar el cuerpo que se apreciaba en la cama que estaba junto a ella. Distrajo su mirada al sentir unos pasos delante de él. Se percató en una chica joven que se parecía enormemente a Lorena. Casi idéntica salvo por algún detalle en la mirada y el esbozo de los labios. Por fin, detrás de ella divisó la figura de Lorena en la cama. Tenía los ojos cerrados.

– Acaba de dormirse otra vez —dijo la chica que estaba frente a él—. Soy Sandra. Su hermana.

– Hola Sandra, soy… bueno… ya sabes —dijo él.

– Sí. No te preocupes. Se despertará enseguida. Ya sabes que estás aquí. Un momento.

Jukka observó que Sandra se dirigió a sus padres, que se encontraban en el umbral de la puerta. Les dijo algo en voz baja. Percibió un gesto de desaprobación en ambos, pero ella gesticulaba y señalaba indistintamente primero a Jukka y luego a su hermana. Los padres salieron, aunque Jukka se quedó sorprendido por la mirada que el señor Melero le dirigió. No llegaba a comprender si era de ánimo o de odio.

– Ven —la voz de Sandra lo devolvió a la realidad—. Acércate a la cama, te puedes sentar en el borde.

Jukka se acercó a la cama y por primera vez tuvo una idea de lo ocurrido. Aunque estaba tapada y llevaba la bata del hospital, el cuerpo de Lorena se veía maltrecho. Uno de los brazos estaba escayolado. Tenía contusiones y magulladuras en la cara. Un nuevo pensamiento en la mente de Jukka: “Su rostro de diamante ha perdido el brillo”. Una pequeña herida se inclinaba en su frente. De manera tímida asomaba la marca de un hematoma por el cuello y el escote redondo de la bata. Se perdía más allá de la vista, pero el color purpúreo anunciaba el desastre ocurrido. Jukka se percató en el gotero y su incesante suministro translúcido de calmantes, antibióticos y otros compuestos que intuía servirían para aliviar el dolor y combatir sus heridas. En todo caso para alargar la vida. O para evitar el necesario descanso final. Jukka sintió una opresión en el corazón y la respiración se le agitó. Sus ojos se humedecieron.

– Jukka… —Sandra se dirigió a él por su nombre, lo que le hizo entender que con ella no tenía nada que esconder—. Mi hermana se muere. Por favor. Se bueno con ella. No le rompas el corazón otra vez, ¿vale?

– No… —comenzó a decir Jukka.

– No digas nada —le dijo Sandra poniéndole la mano en el hombro—, tan solo recuerda cuando la conociste, todo lo que hablasteis; pero sobre todo lo que no os dijisteis. Yo os voy a dejar solos. Voy a llevar a mis padres fuera un rato, necesitan descansar. Cualquier emergencia ya sabes, avisas a las enfermeras y me llamas, te apunto aquí mi número.

Mientras Sandra apuntaba el número en un pañuelo de papel, Jukka se quedó sorprendido de la capacidad que tenía para organizar las cosas. De cómo era capaz de mantener la cabeza despejada y lúcida en un momento como este y sobre todo con su hermana en la cama en un estado más cerca de la agonía que de la vida. Sobre todo, teniendo en cuenta su juventud. Veintitrés años. Ella se acercó a él para entregarle el papel.

– Ella, ahí, en esa cama, y el responsable de esto impune. ¡Vaya mierda! —terció Jukka indignado.

– Lo están buscando —susurró Sandra, mientras acariciaba el pelo de su hermana—. Tarde o temprano lo cogerán… Es cuestión de tiempo. Lo cogeremos.

Al decir esta última frase miró directamente a Jukka. Él se quedó sorprendido al ver un extraño brillo en los ojos de Sandra. No lograba identificar si ese brillo era fruto del dolor, de la rabia o de algo más poderoso. En cualquier caso, sus miradas conectaron. Sintió como si toda su indignación se la estuviera transmitiendo y clamara por un poco de paz en toda esta dolorosa situación.

Sandra se acercó de nuevo a la cama y se sentó en el borde. Con una mano le indicó a Jukka que se pusiera junto a ella. Mientras, ella comenzó a acariciar la larga melena castaña de su hermana. Con tanta suavidad y cariño que a Jukka se le removieron las entrañas. A continuación, Sandra acarició el rostro de Lorena y al notar que esta se movió levemente se acercó al oído y le susurró unas palabras.

Lorena abrió los ojos y miró cansinamente a su alrededor. Se notaba que estaba adormecida y que le costaba percibir donde estaba y lo que estaba ocurriendo. Pero la borrosa figura que estaba al lado de su hermana se hizo nítida y enseguida reaccionó.

– ¡Jukka! —alcanzó a decir al tiempo que empezaban a resbalar las lágrimas por sus mejillas—. ¡Pero… tu pelo! Has cambiado —dijo Lorena sorprendida pues recordaba a Jukka con el pelo corto.

Sandra se apartó y salió silenciosamente de la habitación. Jukka se sentó en el borde de la cama y cogió la mano de Lorena. No lloraba, pero notaba sus ojos humedecidos y una opresión en el pecho. Con la otra mano acarició la mejilla de Lorena. Sus ojos se miraban.

– Mi estimada Lorena. No esperaba tener que verte en este estado.

– Jukka… No es mi culpa…

– Ya lo sé. Recuerda: no hay culpa.

– ¿Cómo estás? ¿Cómo te va en Burgos?

– En Burgoslavia —bromeó sin darse cuenta de que al reír Lorena experimentó dolor—. Lo siento no quería hacerte reír.

– No importa. ¿Burgoslavia?

– Es por el frío —dijo Jukka, omitiendo parte de lo que estaba pensando: “Es todo tan frío.”

– Me sorprendió mucho que te fueras. No me avisaste antes.

– Te envié un mensaje el mismo día que me trasladé. Al móvil.

– Lo sé. Lo recibí —Lorena miró hacia la ventana—. No son formas de hacerlo. Me pasé el día llorando. ¿Sabes qué día te fuiste?

– Sí. El 26 de julio. El día de tu cumpleaños —Jukka, sin saber muy bien porqué, se sintió extrañamente avergonzado—. Han pasado ya dos años, Lorena. ¿No has podido olvidar?

– ¿Y tú?

– No —sentenció sinceramente Jukka—. ¿Sabes?

– ¿Qué?

– La noche antes de marcharme intenté llamarte. Llegué a marcar tu número… pero no me atreví a enviar la llamada.

– Pero… ¿por qué?

– Tenía miedo. En serio.

– ¿Miedo… a mí? —dijo Lorena al tiempo que intentaba levantar una mano para alcanzar a Jukka, pero no pudo por el dolor. Él cogió su mano y la acarició.

– Lorena, tenía miedo a que al oír tu voz cambiara de opinión. Si te hubiera dicho que me iba, que dejaba el trabajo, y me hubieras rogado una sola vez que me quedara, lo habría hecho. Desde que te conocí fuiste una parte de mí, y la mitad del tiempo ni lo sabías —al acabar la frase Jukka se dio cuenta de que Lorena se había quedado dormida. “Malditos calmantes” se dijo. Se quedó junto a ella, sentado en la cama, sosteniendo su mano entre las suyas.

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