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Viento Joven

I.S.B.N.: 956-12-3036-1.

I.S.B.N. digital: 978-956-12-3550-2

34ª edición: octubre de 2020.

Obras Escogidas

I.S.B.N.: 978-956-12-3129-0.

35ª edición: octubre de 2020.

Ilustración de portada:

Collage compuesto por Juan Manuel Neira

en base a imágenes de www.shutterstock.com.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 2005 por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Inscripción Nº 148.338. Santiago de Chile.

Derechos exclusivos de la presente traducción

reservados para todos los países por

Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

Teléfono (56-2) 2810 7400.

E-mail: contacto@zigzag.cl / www.zigzag.cl

Santiago de Chile.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

info@ebookspatagonia.com

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Índice

Primera Parte

Segunda Parte

Tercera Parte

Apéndice

Los principios de la neolengua

George Orwell

Primera Parte

1

Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con el mentón clavado en el pecho en un esfuerzo por esquivar el viento, se deslizó rápidamente a través de las puertas de vidrio de los edificios de la Victoria, aunque no lo suficientemente rápido como para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.

El vestíbulo olía a repollo cocido y a trapos viejos. Al fondo y pegado sobre la pared, había un cartel en colores demasiado grande para el interior. Retrataba un enorme rostro de más de un metro de ancho: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años, con un gran bigote negro y facciones rudamente atractivas. Winston se dirigió a las escaleras. Era inútil tratar de usar el ascensor. Incluso en los mejores tiempos funcionaba con poca frecuencia, y ahora, con las restricciones previas a la Semana del Odio, había cortes de luz durante el día. El departamento quedaba en el séptimo piso. Winston, de treinta y nueve años y con una úlcera de várices en el tobillo derecho, subió despacio y descansó en más de una oportunidad. En cada piso frente a la puerta del ascensor, el enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos siguen todos tus movimientos. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decía al pie del cartel.

Dentro del departamento una voz melosa leía cifras que algo tenían que ver con la producción de lingotes de hierro. La voz salía de una oblonga placa de metal similar a un espejo empañado, que formaba parte de la pared lateral. Winston disminuyó el volumen aunque las palabras se seguían distinguiendo. El instrumento (llamado telepantalla) podía ser regulado pero no había manera de apagarlo completamente. Luego se acercó a la ventana: la pequeñez de su figura, frágil y delgada, era enfatizada por el overol azul, uniforme del Partido. Tenía el pelo rubio, la cara rojiza, la piel áspera por culpa del jabón barato, las hojas de afeitar gastadas y el frío invierno que acababa de terminar.

Afuera, incluso a través de los ventanales, el mundo se veía frío. Calle abajo, pequeñas ráfagas de viento formaban torbellinos de polvo y de pedazos de papel y, aunque el sol brillaba y el cielo era de un azul intenso, nada parecía tener color, salvo los carteles pegados por todas partes. El rostro de los bigotes negros miraba desde todas las esquinas dominantes. Había uno en la casa de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las letras, mientras los ojos oscuros miraban fijamente a Winston. En la calle había otro cartel que, roto en una punta, flameaba con el viento cubriendo y descubriendo la palabra INGSOC. A lo lejos, un helicóptero rozó los techos, se quedó suspendido por un instante y luego retomó su vuelo. Era la patrulla policial, husmeando a través de las ventanas. Sin embargo, las patrullas no tenían mayor importancia. Lo que verdaderamente importaba era la Policía del Pensamiento.

Detrás de Winston la voz de la telepantalla seguía murmurando datos sobre el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido superior a un leve susurro que Winston emitiera era captado por ella. Además, mientras permaneciera dentro del radio visual de la placa metálica, podía ser visto. Por supuesto, no había manera de saber si te estaban vigilando. La frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar cada línea privada eran una incógnita. Incluso se conjeturaba que todos eran vigilados a la vez. Estaba claro que podían intervenir tu privacidad cuando se les antojara. Tenías que vivir –y en eso el hábito se convertía en un instinto– sabiendo que cualquier sonido emitido podía ser registrado o escuchado por alguien y que, salvo en la oscuridad, todos tus movimientos serían observados. Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro, aun cuando –como bien lo sabía– una espalda podía ser muy reveladora. A un kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston, se levantaba vasto y blanco sobre el sucio paisaje. “Esto es Londres –pensó con una vaga sensación de disgusto–, la capital de la Aerofranja Uno, la tercera provincia más poblada de Oceanía”. Trató de recuperar de su memoria algún recuerdo infantil que le dijera que Londres siempre había sido así. ¿Siempre hubo estos paisajes con casas del siglo XIX pudriéndose, con las murallas recubiertas de madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos parchados con planchas de zinc y viejas paredes a punto de caer? ¿Y esos lugares bombardeados, con restos de yeso y cemento revoloteando por el aire y malezas amontonadas en los escombros? ¿Y los sitios donde las bombas abrieron extensos espacios y surgieron sórdidas colonias de chozas de madera que parecían gallineros? Pero era inútil, no podía recordar nada: nada quedaba de su infancia, excepto una serie de cuadros iluminados y vacíos que en su mayoría le resultaban ininteligibles.

El Ministerio de la Verdad –Miniverdad en neolengua*– era alarmantemente diferente de cualquier otro objeto a la vista. Era una enorme y reluciente estructura piramidal de concreto blanco que se elevaba, terraza tras terraza, unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se encontraba podía leerse, grabadas en elegantes letras, las tres consignas del Partido:

GUERRA ES PAZ

LIBERTAD ES ESCLAVITUD

IGNORANCIA ES FUERZA

Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y las correspondientes ramificaciones subterráneas. En Londres sólo había otros tres edificios de similar aspecto y tamaño. Empequeñecían de tal manera la arquitectura de los alrededores que desde el techo del Edificio de la Victoria se podía distinguir los cuatro a la vez. Eran los cuatro ministerios que dirigían todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, que mantenía las reglas y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, encargado de los asuntos económicos. Sus nombres, en Neolengua, eran: Miniverdad, Minipax, Miniamor y Miniabundancia.

El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas. Winston nunca había estado dentro de él, ni siquiera a medio kilómetro de distancia. Era imposible entrar allí, salvo por algún asunto oficial, y en ese caso, había que atravesar un laberinto de alambres de púa, puertas de acero y nidos ocultos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus salidas exteriores estaban cuidadosamente vigiladas por guardias de uniformes negros con cara de gorila y armados con garrotes.

Winston se volvió abruptamente. Su rostro había adquirido una expresión de tranquilo optimismo que era prudente mostrar a la telepantalla. Cruzó la habitación hacia la pequeña cocina. Al salir del Ministerio a esa hora renunciaba al almuerzo en el casino, y sabía que no le quedaba más que un pedazo de pan negro destinado al desayuno de mañana. Sacó del estante una botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: Gin de la Victoria. Olía a medicina, parecido al licor de arroz chino. Winston se sirvió una tacita llena, preparó sus nervios para el impacto, y se lo tragó de un golpe como si fuese un jarabe.

 

Instantáneamente su cara se tornó roja y sus ojos empezaron a llorar. Aquel líquido parecía ácido nítrico; además, al tragarlo, daba la sensación de haber sido golpeado en la nuca con un garrote. Sin embargo, unos segundos después, se calmó el ardor en el vientre y el mundo comenzaba a verse más alegre. Sacó un cigarrillo de un paquete arrugado que decía Cigarrillos de la Victoria, descuidadamente lo cogió al revés y el tabaco se cayó al suelo. Tuvo más suerte con el siguiente. Volvió al living y se sentó ante una mesita a la izquierda de la telepantalla. Sacó del cajón una pluma, un tintero y un libro en blanco, con el lomo rojo y la tapa jaspeada.

Por alguna razón, la telepantalla estaba en una posición inusual. En vez de encontrarse, como era normal, en la pared del fondo dominando toda la habitación, se hallaba en la pared lateral frente a la ventana. A un lado de ella había un hueco –seguramente destinado para guardar libros–, dentro del cual Winston podía mantenerse fuera de su alcance visual; sin embargo, no podía evitar ser escuchado. En parte, fue la insólita distribución de la habitación lo que lo indujo a lo que ahora se disponía a hacer.

Pero también lo ayudó el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro peculiarmente hermoso. Sus hojas eran suaves, cremosas y un poco amarillentas por el paso del tiempo, de un papel que no se fabricaba hace ya unos cuarenta años. Sin embargo, Winston conjeturó que el libro era aún más viejo. Lo había visto en la vitrina de una tienda ubicada en algún barrio miserable de la ciudad (no recordaba exactamente en cuál), y al momento sintió un inmenso deseo de poseerlo. Los miembros del Partido no debían frecuentar ese tipo de tiendas (aquello era llamado “traficar en el mercado libre”), pero no se acataba rigurosamente la orden, pues había varias cosas, como cordones y hojas de afeitar, que era imposible conseguir de otro modo. Antes de entrar a la tienda, Winston se aseguró que nadie lo estuviese mirando, y luego adquirió el libro por dos dólares cincuenta. No sabía exactamente para qué lo quería. Lo guardó en su maletín y lo llevó a su casa con una sensación de culpa. Aún en blanco, poseerlo era muy comprometedor.

Winston se disponía a escribir en el diario. Esto no era considerado ilegal (nada lo era, pues no habían leyes); pero si lo sorprendían podía estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años de trabajos forzados. Tomó la pluma y la limpió con su lengua. Era un instrumento arcaico. Ya no se usaba ni para firmar, pero él consiguió una clandestinamente y con dificultad, pues tenía la sensación de que tan bello papel merecía una pluma con tinta de verdad. Winston no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de notas muy breves, lo usual era dictarle todo al hablaescribe, imposible en las actuales circunstancias. Mojó la pluma en el tintero y vaciló por unos segundos. Un temblor lo sacudió. El acto decisivo era marcar el papel. En una pequeña y torpe letra escribió:

4 de abril de 1984.

Se echó hacia atrás. Fue invadido por una sensación de desamparo. Ni siquiera sabía con certeza que ese año fuese 1984. Debía ser una fecha aproximada, pues estaba seguro de tener treinta y nueve años y creía haber nacido en 1944 o 1945; pero era imposible precisar alguna fecha en esos días.

De pronto se le ocurrió preguntarse para quién estaba escribiendo ese diario. Para el futuro, para los que aún no han nacido. Su mente se detuvo un instante en la fecha que acababa de escribir y sorpresivamente se le presentó la palabra en neolengua ‘doblepensar’. Por primera vez comprendió la magnitud de lo que se disponía a hacer. ¿Cómo iba a comunicarse con el futuro? Era imposible: o el futuro se parecía al presente y entonces no lo tomarían en cuenta, o sería diferente y sus palabras no tendrían significado.

Se quedó mirando tontamente el papel. La telepantalla transmitía ahora una estridente música militar. Era curioso: no sólo parecía haber perdido la capacidad de expresarse por escrito, sino que también había olvidado lo que quería decir. Durante semanas se había preparado para este momento y nunca se le ocurrió pensar que necesitaría algo más que coraje. Escribir sería fácil. Sólo tenía que traspasar al papel aquel interminable monólogo que desde hace años daba vueltas en su cabeza. Sin embargo, en aquel momento hasta el monólogo había desaparecido. Además, sus várices comenzaron a picarle de manera insoportable. No se atrevía a rascarse porque cuando lo hacía se le inflamaban. Avanzaron los segundos y él sólo tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, la picazón en el tobillo, el estruendo de la música y un leve mareo producto del gin.

Sorpresivamente, comenzó a escribir con rapidez y pánico, casi sin entender lo que hacía. Con letra infantil fue llenando la página, omitiendo las mayúsculas primero, y luego hasta la puntuación:

4 de abril de 1984. Anoche en el cine. Todas películas de guerra. Una muy buena sobre un barco lleno de refugiados que bombardean en algún lugar del Mediterráneo. El público feliz con las tomas de un inmenso gordo que intentaba escapar nadando de un helicóptero, primero se lo veía chapoteando como un delfín, luego lo veías desde la mira de las ametralladoras del helicóptero, luego lo agujerean a tiros y el agua a su alrededor se tornaba roja y el gordo se hundía como si el agua le entrara por los agujeros, el público muerto de la risa cuando se hundió. Después se veía un bote de salvavidas lleno de niños con un helicóptero encima. había una mujer madura que podía ser judía sentada en la proa con un niño de tres años en los brazos. el niño chillaba con terror y hundía su cabeza en los pechos de la mujer y ella lo consolaba pero también estaba azul de miedo, todo el tiempo cubriéndolo como si sus brazos fueran a protegerlo de las balas. entonces el helicóptero lanza una bomba de veinte kilos, flash espectacular, y el barco se convirtió en astilla. luego una toma maravillosa del niño subiendo subiendo subiendo por el aire, creo que el helicóptero debe haber tenido la cámara en la nariz para seguirlo y la gente aplaudió muchísimo pero una mujer ubicada entre los proletarios armó un escándalo terrible chillando que no debían mostrarle esas películas a los niños, hasta que la policía la sacó arrastrando no creo que le hayan hecho nada a nadie le importa lo que dicen los proletarios reacción típica de los proletarios que nunca...

Winston dejó de escribir, en parte por culpa de los calambres. Ignoraba qué le había hecho escribir esa porquería. Lo curioso fue que mientras lo hacía, un recuerdo totalmente distinto se había aclarado en su mente y ahora era capaz de escribir lo que realmente quería. Entendió entonces que justamente ese incidente lo había hecho venir a su casa y comenzar el diario hoy.

Había ocurrido esa mañana en el Ministerio, si es que algo tan nebuloso podía haber sucedido.

Eran cerca de las once en el Departamento de Registros, donde trabajaba Winston; sacaban las sillas y las agrupaban en el centro del vestíbulo, frente a la gran telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston estaba ubicándose en una de las filas del medio, cuando dos personas, a quienes sólo conocía de vista, entraron inesperadamente al salón. Una de ellas era una joven con la que se topaba frecuentemente en los pasillos. No sabía su nombre pero sí que trabajaba en el Departamento de Ficción Narrativa. Probablemente –ya que recordaba haberla visto con las manos engrasadas y acarreando un destornillador– tendría alguna labor mecánica en una de las máquinas escribe-novelas. De aspecto audaz, tendría unos veintisiete años, el pelo negro y espeso, la cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Un angosto cinturón escarlata, emblema de la Liga Juvenil Anti-Sexo, daba varias vueltas alrededor de su cintura, resaltando la forma de sus caderas. A Winston le desagradó desde la primera vez que la vio. Y sabía la razón: era la atmósfera de los campos de hockey, duchas frías, excursiones colectivas y en general el aire de conciencia limpia que trascendía de ella. Le desagradaban casi todas las mujeres, en especial las jóvenes y bonitas. Pues ellas, sobre todo las jóvenes, eran fanáticas adherentes del Partido, se tragaban todos los eslóganes y eran espías aficionadas de las actitudes poco ortodoxas. Y esta muchacha en particular le parecía más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, ella le lanzó una mirada intensa que por unos momentos lo llenó de terror. Winston incluso llegó a pensar que podía ser un agente de la Policía del Pensamiento. La verdad es que no era muy probable. Sin embargo, él seguía sintiendo una extraña intranquilidad, mezcla de miedo y hostilidad, cada vez que estaba cerca de ella.

La otra persona era un hombre llamado O’Brien, miembro del Partido Interno, en donde ocupaba un cargo tan importante y remoto que Winston tenía una vaga idea de su naturaleza. La llegada del overol negro, distintivo de los miembros del Partido Interno, produjo un momentáneo silencio entre la audiencia. O’Brien era un hombre alto y corpulento, de cuello ancho, cara tosca, brutal y sin embargo simpática. A pesar de su apariencia, sus modales eran bastante agradables. Solía ajustarse los anteojos en forma curiosamente cautivadora, de una manera indefinible, pero singularmente civilizada. Aquel gesto recordaba –si alguien todavía era capaz de pensar así– a un aristócrata del siglo XVIII ofreciendo rapé. Winston lo había visto una docena de veces en varios años. Se sentía fuertemente atraído por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre sus delicados modales y su apariencia de boxeador, sino porque tenía la convicción –o más bien, la secreta esperanza– de que la ortodoxia política de O’Brien no era perfecta. Algo en su rostro lo sugería irresistiblemente. Y quizás ni siquiera fuera heterodoxia lo que había en su cara, sino simplemente inteligencia. De todos modos, parecía de aquellas personas con las que se podía conversar, si se pudiera eludir la telepantalla para estar a solas con él. Winston nunca había hecho el menor esfuerzo por comprobar su sospecha; en realidad, no había forma de intentarlo. En ese momento, O’Brien miró su reloj y al notar que eran casi las once, decidió quedarse en el Departamento de Registro hasta que terminasen los Dos Minutos de Odio. Se sentó en la misma fila que Winston, a un par de lugares de distancia. Una mujer baja, de pelo color arena, que trabajaba en el cubículo contiguo a Winston, se instaló entre ellos. La joven de pelo negro estaba sentada inmediatamente detrás.

Al momento se oyó un espantoso ruido en la telepantalla, como el chirrido de una máquina sin engrasar. Era un sonido que hacía rechinar los dientes y ponía los pelos de punta. El Odio había comenzado.

Como de costumbre, la cara de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo, irrumpió en la pantalla. Se escucharon chiflidos provenientes del público. La mujer del pelo color arena dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado y el descarriado que alguna vez, hace mucho tiempo atrás (nadie recordaba cuánto), había sido una de las figuras líderes del Partido, casi al mismo nivel que el propio Gran Hermano; luego se dedicó a actividades contrarrevolucionarias, fue condenado a muerte, pero logró escapar y desapareció misteriosamente. El programa de los Dos Minutos de Odio variaba todos los días, pero Goldstein siempre era el protagonista. Era el traidor por excelencia, el primer profanador de la pureza del Partido. Los subsiguientes crímenes contra el Partido, todas las traiciones, herejías, desviaciones y sabotajes provenían directamente de sus enseñanzas. En algún lugar seguía vivo y conspirando: quizás en ultramar, bajo la protección de enemigos extranjeros, quizás –se rumoreaba– en algún sitio de la propia Oceanía.

El diafragma de Winston se contrajo. Nunca pudo ver la cara de Goldstein sin experimentar una dolorosa mezcla de emociones. Era un delgado rostro judío, con una aureola de pelo blanco y una barba de chivo, una cara inteligente que de alguna manera tenía algo despreciable, y una especie de tontería senil, gracias a los anteojos que le colgaban en la punta de su larga nariz. Su rostro y su voz se parecían al de una oveja. Goldstein profería su habitual y venenoso ataque contra la doctrina del Partido; un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía ver a través de él, sin embargo lo suficientemente creíble como para alarmarse de que fuese a influir a la gente menos instruida. Insultaba al Gran Hermano, denunciaba la dictadura del Partido y exigía la inmediata paz con Eurasia, abogaba por la libertad de palabra, de prensa, de reunión y de pensamiento, gritando histéricamente que la Revolución había sido traicionada. Todo esto en un acelerado y polisílabo discurso que parodiaba el estilo habitual de los oradores del Partido, incluso usaba algunas palabras en neolengua; de hecho Goldstein usaba la neolengua más que cualquier otro miembro del Partido. Y mientras esto ocurría, para que nadie interpretara como simple palabrería la oculta maldad de sus frases, detrás de él marchaban interminables columnas del ejército eurásico. Filas y filas de sólidos e impasibles rostros asiáticos aparecían en primer plano y luego desaparecían. El sordo y rítmico clamor de las botas militares era el contrapunto de los balidos de Goldstein.

 

Antes de que el Odio hubiera llegado a los treinta segundos, incontrolables exclamaciones de rabia llenaron el salón. La satisfecha y ovejuna faz en la pantalla y el aterrador poder del ejército tras de ella, eran insoportables. Además, ver o sólo pensar en Goldstein provocaba automáticamente miedo e ira. Era un objeto de odio más constante que Eurasia o Extasia, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía estar en paz con la otra. Pero lo extraño era que Goldstein, a pesar de ser odiado y despreciado por todos mil veces cada día, en las tribunas, en la telepantalla, en los diarios y en los libros; sus teorías refutadas, aplastadas y ridiculizadas, desenmascaradas como basura; a pesar de todo, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevas víctimas inocentes que se dejaban seducir por sus palabras. No pasaba ni un solo día sin que los espías y saboteadores que trabajaban bajo sus instrucciones, fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el comandante de un ejército que actuaba en la sombra, una clandestina red de conspiradores cuyo fin era derribar al Estado. La Hermandad, se llamaba. También corrían rumores acerca de un libro terrible, el compendio de todas las herejías atribuidas a Goldstein, que circulaba secretamente. Si lo nombraban, simplemente le llamaban el libro. Uno se enteraba de estas cosas sólo a través de vagos rumores. Ni la Hermandad ni el libro eran temas comunes de la gente del Partido, a menos que no pudieran evitarlo.

En su segundo minuto, el Odio alcanzó el frenesí. La gente saltaba y gritaba enfurecida tratando de acallar con sus gritos el balido ensordecedor que salía de la pantalla. La mujer del pelo color arena se había puesto roja y su boca se abría y cerraba como la de un pescado. Incluso la dura cara de O’Brien enrojeció. Estaba sentado muy rígido en su silla, respirando con esfuerzo como si estuviese resistiendo la presión de una enorme ola. La joven de pelo negro comenzó a gritar: “¡Cerdo, cerdo, cerdo!” y, de pronto, agarró un pesado diccionario de neolengua y lo arrojó a la pantalla. Éste rebotó contra la nariz de Goldstein, pero su voz continuó inexorablemente. En un momento de lucidez, Winston se percató de que estaba gritando como los demás y dando fuertes patadas contra la silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era que te obligaran a participar, sino que era imposible evitarlo, pues lo hacías compulsivamente. A los treinta segundos no era necesario fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar y de aplastar cabezas con un martillo, parecía recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica, convirtiéndolos –incluso contra su propia voluntad– en locos vociferantes y gesticuladores. Y sin embargo, aquella rabia era abstracta, sin objetivos, y podía ser aplicada hacia un objeto u otro como la llama de un soplete. Así, en un momento, el odio de Winston no se dirigía contra Goldstein, sino contra el propio Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento; y entonces su corazón estaba con el solitario e insultado hereje de la pantalla, único guardián de la verdad y la cordura en un mundo de mentiras. Pero al instante siguiente, se unía a la gente y todo lo que decían de Goldstein parecía ser cierto. Su secreto odio contra el Gran Hermano se transformaba en adoración, y lo veía levantarse como una invencible torre, como una valiente roca capaz de resistir el ataque de las hordas asiáticas. Y Goldstein, a pesar de su aislamiento, su desamparo y de su dudosa existencia, se transformaba en siniestro brujo, capaz de demoler la civilización con el solo poder de su voz.

En ciertos momentos incluso era posible desviar el odio en una u otra dirección mediante un acto de voluntad. De pronto, con el mismo esfuerzo violento con que se arranca de una pesadilla, Winston consiguió dirigir su odio hacia la muchacha de pelo negro que se encontraba detrás de él. Vívidas y hermosas alucinaciones cruzaron por su mente. La azotaba hasta la muerte con un garrote de goma. La ataba desnuda en una estaca y la atravesaba con flechas igual que a San Sebastián. La violaba y en el momento del clímax la degollaba. Ahora más que nunca se daba cuenta por qué la odiaba. La odiaba porque era joven, bonita y asexuada, porque quería irse a la cama con ella pero no lo haría nunca porque alrededor de su hermosa cintura, que invitaba a abrazarla, llevaba el odioso cinturón escarlata, agresivo símbolo de castidad.

El Odio llegó a su apogeo. La voz de Goldstein se había convertido en un auténtico balido, y por un instante su cara se transformó en la de una oveja. Luego aquel rostro se fundió con el de un soldado de Eurasia, que avanzaba formidable y aterrador con el rugir de su metralleta, hasta que pareció salirse de la pantalla, tanto que los espectadores de la primera fila se echaron hacia atrás. Pero en ese mismo instante, produciendo un hondo suspiro de alivio, la amenazadora figura daba paso al rostro del Gran Hermano, con su pelo y sus bigotes negros, lleno de poder y de una misteriosa calma, tan vasto que casi llenaba la pantalla. Nadie oyó lo que decía. Eran unas cuantas palabras de aliento, aquellas que se les dicen a las tropas en cualquier batalla y que no es preciso entenderlas una por una, pero que infunden confianza por el solo hecho de ser pronunciadas. Luego el rostro del Gran Hermano comenzó a desvanecerse y en su lugar aparecieron en letras grandes los tres eslóganes del Partido:

GUERRA ES PAZ

LIBERTAD ES ESCLAVITUD

IGNORANCIA ES FUERZA

Pero daba la impresión de que el rostro del Gran Hermano perduraba en la pantalla, como si el impacto que causó en los presentes fuera demasiado intenso para borrarse de inmediato. La mujer del pelo color arena se lanzó hacia adelante y con un trémulo susurro parecía decir algo como “¡Mi salvador!”. Después ocultó su cara entre las manos. Aparentemente estaba diciendo una oración.

En ese momento, todos prorrumpieron en un profundo, suave y rítmico salmo: “¡G-H!... ¡G-H!... ¡G-H!”, una y otra vez, lentamente, haciendo una pausa entre la “G” y la “H”. Era un canto pesado y susurrante, con algo de salvaje, en cuyo fondo parecían oírse pisadas de pies descalzos y golpes de tambores. Se prolongó por más de treinta segundos. Era un cántico que solía oírse en las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte era un himno a la sabiduría y majestad del Gran Hermano; pero, más aún, era un acto de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia por medio de un zumbido monótono. Winston se sobrecogió. En los Dos Minutos de Odio no podía evitar compartir el delirio colectivo, pero aquel coro subhumano lo llenaba siempre de terror. Por supuesto que cantaba con los demás, era imposible no hacerlo. Disimular las emociones, controlar los gestos, hacer lo que todos hacían, era una reacción instintiva. Pero hubo un par de segundos en que sus ojos parecieron haberlo traicionado. Y fue exactamente en ese instante cuando algo significativo sucedió... si es que realmente había ocurrido.

Momentáneamente sorprendió la mirada de O’Brien. Se había levantado y ajustado sus anteojos con aquel gesto característico. Pero durante una fracción de segundo sus ojos se encontraron y Winston supo –¡sí, lo supo!– que O’Brien pensaba lo mismo que él. Se transmitieron un inconfundible mensaje. Fue como si las dos mentes se abrieran y los pensamientos fluyeran de la una a la otra a través de los ojos. “Estoy contigo”, pareció decirle O’Brien. “Sé precisamente lo que estás pensando. Conozco tu desprecio, tu aversión y tu asco. Pero no te preocupes, estoy de tu lado”. Entonces el destello de inteligencia desapareció y la cara de O’Brien volvió a ser tan inescrutable como la de los demás.

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