La fábrica mágica

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—¡FRIQUI! —gritó alguien desde atrás.

—No, Paul, gracias —dijo la Sra. Belfry seriamente al chico que había gritado. Se dirigió hacia la pizarra y empezó a escribir acerca de Katharine Blodgett.

Oliver sonrió para sí mismo. Después del bibliotecario que le había regalado el libro de los inventores, la Sra. Belfry era la adulta más amable que jamás había conocido. Su entusiasmo era como un escudo a prueba de balas que Oliver podía ponerse sobre los hombros para parar las crueles palabras del resto de su clase. Se relajó en la clase, más a gusto de lo que había estado en días.

***

Más pronto de lo que esperaba, sonó el timbre anunciando el final del día. Todos salieron a toda prisa, corriendo y gritando. Oliver recogió sus cosas y fue hacia la salida.

—Oliver, estoy muy impresionada con tus conocimientos —dijo la Sra. Belfry cuando se encontró con él en el pasillo—. ¿Dónde aprendiste acerca de todas estas personas?

—Tengo un libro —explicó él—… Me gustan los inventores. Yo quiero serlo.

—¿Haces tus propios inventos? —preguntó, al parecer entusiasmada.

Él dijo que sí con la cabeza pero no dijo nada sobre su capa de invisibilidad. ¿Y si ella pensaba que era absurdo? No podría soportar ver algo parecido a la burla en su cara.

—Creo que eso es fantástico, Oliver —dijo, asintiendo—. Es importante tener sueños que seguir. ¿Quién es tu inventor favorito?

Oliver recordó la cara de Armando Illstrom en la foto descolorida de su libro.

—Armando Illstrom —dijo—. No es muy famoso, pero inventó un montón de cosas chulas. Incluso intentó hacer una máquina del tiempo.

—¿Una máquina del tiempo? —dijo la Sra. Belfry, levantando las cejas—. Eso es fascinante.

Oliver asintió, se sentía más capaz de sincerarse gracias a su apoyo.

—Su fábrica está cerca de aquí. Pensaba en ir a visitarla.

—Debes hacerlo —dijo la Sra. Belfry, con su cálida sonrisa—. Mira, cuando yo tenía tu edad, me encantaba la física. Todos los otros niños se burlaban de mí, no entendían por qué quería hacer circuitos en lugar de jugar con las muñecas. Pero un día, mi físico favorito absoluto vino a la ciudad a grabar un capítulo de su programa de televisión. Fui hasta allí y después hablé con él. Me dijo que nunca abandonara mi pasión. Incluso aunque las otras personas me dijeran que era rara por interesarme por ello, si yo tenía un sueño, debía seguirlo. Si no hubiera sido por esa conversación, yo no estaría aquí hoy. Nunca subestimes lo importante que es recibir ánimo de alguien que lo da, especialmente cuando parece que nadie más lo hace.

Las palabras de la Sra. Belfry impactaron fuertemente a Oliver. Por primera vez ese día, se sentía optimista. Ahora estaba completamente decidido a encontrar la fábrica y ver a su héroe cara a cara.

—Gracias, Sra. Belfry —dijo, sonriéndole—. ¡Nos vemos en la siguiente clase!

Mientras se alejaba corriendo y dando saltitos, oyó que la Sra. Belfry gritaba:

—¡Sigue siempre tus sueños!

CAPÍTULO TRES

Oliver caminaba fatigosamente hacia la parada del autobús, luchando contra las ráfagas de viento. Su mente estaba centrada en su consuelo, en el único rayo de luz en este nuevo capítulo oscuro de su vida: Armando Illstrom. Si podía encontrar al inventor y a su fábrica, la vida sería por lo menos soportable. Quizás Armando Illstrom podría ser su aliado. Un hombre que alguna vez había intentado inventar una máquina del tiempo seguramente sería el tipo de persona que se llevaría bien con un chico que estaba intentando hacerse invisible. Seguramente él, de entre todos, podría manejar algunas de las idiosincrasias de Oliver. ¡Como mínimo, sería más empollón de lo que lo era Oliver!

Oliver rebuscó en su bolsillo y sacó el trozo de papel en el que había garabateado la dirección de la fábrica. Estaba más lejos de la escuela de lo que había pensado en un principio. Tendría que coger un autobús. Comprobó si tenía algo de cambio en el otro bolsillo y descubrió que le había sobrado lo justo de la comida para pagar el viaje. Aliviado y lleno de expectación, se dirigió hacia la parada del autobús.

Mientras esperaba el autobús, el viento rugía a su alrededor. Si empeoraba, no podría mantenerse recto. De hecho, la gente que pasaba por delante de él luchaban por mantenerse erguidos. Si no estuviera tan exhausto por su primer día en la escuela, esa visión le podría haber parecido divertida. Pero ahora estaba únicamente centrado en la fábrica.

Finalmente, llegó el autobús. Era una cosa vieja y destartalada que había conocido días mejores.

Oliver subió y pagó su billete y después tomó un asiento justo en la parte de atrás. Dentro del autobús olía a patatas fritas grasientas y a cebolla. A Oliver le rugió el estómago y le recordó que seguramente se perdería la cena que estaría esperándole en casa. Tal vez gastar el dinero en un autobús en lugar de en comida era una decisión estúpida. Pero encontrar la fábrica de Armando era el único rayo de luz en la, por otro lado, lúgubre existencia de Oliver. Si no lo hacía, ¿qué sentido tenía todo eso?

El autobús se sacudía y siseaba por las calles. Oliver miraba tristemente por la ventana las calles por las que iba pasando. Los cubos de la basura habían caído al suelo al suelo y algunos incluso patinaban por la calle, empujados por el viento. Las nubes allá arriba eran tan oscuras que casi eran negras.

Cada vez había menos casa y la vista desde su ventana era aún más desierta y ruinosa. El autobús se detuvo para dejar bajar a unos pasajeros y se detuvo de nuevo, esta vez para decir adiós a una madre cansada con su sollozante bebé. Después de varias paradas, Oliver se dio cuenta de que era la última persona que quedaba a bordo. El silencio se hacía inquietante.

Finalmente, el autobús pasó por delante de una parada con una señal oxidada y descolorida. Oliver se dio cuenta de que esta era su parada. Se levantó de un saltó y fue corriendo hacia la parte delantera del autobús.

—¿Puedo bajar, por favor? —dijo.

El conductor lo miró con los ojos tristes y vagos.

—Toca el timbre.

—Perdone, ¿quiere que…?

—Toca el timbre —repitió el conductor de manera monótona—. Si quieres bajar del autobús, tienes que tocar el timbre.

Oliver soltó un suspiro de exasperación. Apretó el botón del timbre. Se oyó un ring. Miró hacia el conductor, con las cejas levantadas a la expectativa—. ¿Y ahora puedo bajar?

—En la siguiente parada —dijo el conductor.

Oliver se enfureció más.

—¡Yo quería esa parada!

—Haber tocado antes el timbre —respondió el conductor de autobuses arrastrando vagamente sus palabras.

Oliver apretó los puños por la desesperación. Pero, por fin, notó que el autobús empezaba a frenar. Se detuvo al lado de una señal que era tan vieja que no era más que un cuadrado de óxido. La puerta se abrió chirriando.

—Gracias —murmuró Oliver al poco diligente conductor.

Bajó corriendo las escalerillas y saltó a la acera resquebrajada. Miró hacia la señal pero estaba demasiado oxidada como para leer algo. Solo podía descifrar algunas letras, escritas en aquella vieja fuente de los años 40 que fue tan popular durante la guerra.

Mientras el autobús se alejaba, soltando una nube de gases de escape, la sensación de soledad de Oliver empezó a intensificarse. Pero cuando los humos se dispersaron, un edificio con un aspecto muy familiar apareció ante él. ¡Era la fábrica del libro! ¡La verdadera fábrica de Armando Illstrom! La hubiera reconocido en cualquier lugar. La vieja parada de autobús debía haber servido a la fábrica durante su apogeo. En realidad, la cabezonería del conductor de autobús le había hecho un gran favor a Oliver, dejándolo en el lugar exacto en el que tenía que estar.

Solo que, al mirar de cerca la fábrica, Oliver se dio cuenta de que tenía un aspecto mucho peor por el desgaste. La gran fábrica rectangular lucía varias ventanas rotas. A través de ellas Oliver pudo ver que el interior estaba completamente oscuro. Parecía que dentro no había nadie en absoluto.

El miedo se apoderó de Oliver. ¿Y si Armando había fallecido? Un inventor que trabajara durante la Segunda Guerra Mundial ahora sería muy mayor, y las posibilidades de que hubiera muerto eran bastante altas. Si su héroe en efecto había muerto, entonces ¿de qué le quedarían ganas en esta vida?

Una sensación de desconsuelo abrumaba a Oliver mientras caminaba hacia el destartalado almacén. Cuanto más se acercaba, más podía ver. Todas las ventanas de la planta baja estaban selladas. Una enorme puerta de acero estaba asegurada a lo que él recordaba de la foto que era la gran entrada principal. ¿Cómo se suponía que iba a entrar?

Oliver empezó a rodear el exterior del edificio, caminando con dificultad entre enredos de ortigas y yedra que crecían alrededor del perímetro. Encontró una pequeña grieta en una de las ventanas selladas y miró dentro a través de ella, pero estaba demasiado sombrío como para ver algo. Continuó andando por el perímetro del edificio.

Cuando llegó a la parte de atrás, Oliver encontró otra puerta. Al contrario que las otras, esta no estaba sellada. De hecho, estaba parcialmente entornada.

Con el corazón en la boca, Oliver empujó la puerta. Sintió que se resistía a su fuerza y soltó el característico ruido fuerte y chirriante del metal oxidado. Oliver pensó que eso no era una buena señal mientras hacía un gesto de dolor ante el desagradable ruido. Si la puerta se usara ni que fuera de forma semifrecuente, no debería estar tan atascada por el óxido, ni hacer ese ruido.

 

Con la puerta abierta lo justo para que él se pudiera colar, Oliver calzó su cuerpo por el agujero y se metió de golpe en la fábrica. Sus pasos resonaron al ser impulsado unos cuantos pasos hacia delante por el esfuerzo de empujarse a sí mismo por el pequeño agujero.

Dentro del almacén, estaba negro como la boca del lobo y los ojos de Oliver todavía no se habían ajustado al repentino cambio de luz. Prácticamente ciego por la penumbra, Oliver notó que su sentido del olfato se intensificaba para compensar. Se dio cuenta de los hedores de polvo y metal, y del peculiar olor de un edificio abandonado.

Conteniendo el aliento, esperó a que sus ojos finalmente se adaptaran a la luz. Pero cuando lo hicieron, solo sirvió para que viera a pocos metros de su cara. Empezó a caminar con cuidado por la fábrica.

Oliver respiraba agitadamente por el asombro cuando se topó con un enorme artilugio de madera y metal, como una olla de cocina descomunal. Lo tocó por un lado y empezó a balancearse como un péndula en su marco de metal. También giró y a Oliver le hizo pensar que tenía algo que ver con mapear el sistema solar y el movimiento de los planetas a su alrededor, dando vueltas en varios ejes. Pero Oliver no tenía ni idea para qué servía realmente el artilugio.

Anduvo un poco más y encontró otro objeto de aspecto extraño. Consistía en una columna de metal pero con una especie de brazo dirigido de forma mecánica que salía por arriba y una garra en forma de mano al final. Oliver probó la rueda y el brazo empezó a moverse.

—«Igual que en las máquinas recreativas» —pensó Oliver.

Se movía como las que tienen brazos motorizados y una garra y con las que nunca podías coger un muñeco de peluche. Pero esta era mucho más grande, como si hubiera sido diseñada para mucho más que recoger objetos.

Oliver tocó cada uno de los dedos de la mano en forma de garra. Cada uno tenía el número exacto de articulaciones que tendría una mano de verdad, y cada parte se movía cuando la empujaba. Oliver se preguntó si Armando Illstrom había estado intentando hacer su propio robot, pero decidió que tenía más sentido que fuera un intento de autómata. Había leído sobre ellos; máquinas a cuerda con forma humana que podían realizar acciones específicas planeadas, como escribir a mano o con un teclado.

Oliver continuó andando. A su alrededor, grandes máquinas silenciosas e imponentes, como bestias gigantes congeladas en el tiempo. Estaban hechas de una combinación de materiales como la madera y el metal, y consistían de muchas partes diferentes, como engranajes y muelles, palancas y poleas. De ellas colgaban telarañas. Oliver probó algunos de los mecanismos, despertando a una variedad de insectos que se habían acomodado en las oscuras grietas de las máquinas.

Pero la sensación de asombro empezó a desvanecerse cuando Oliver empezó a darse cuenta, con una horrible sensación de desespero, de que en efecto la fábrica había sido abandonada. Y no hacía poco. Debería haber sido décadas atrás por el grosor de polvo que se veía y la acumulación de telarañas, por el modo en el que chirriaban los mecanismos y por la gran cantidad de bichos que se habían instalado en su interior.

Con una creciente sensación de angustia, Oliver recorrió a toda prisa el resto de la fábrica, echando un vistazo cada vez con menos esperanzas a las habitaciones laterales y por los pasillos oscuros. No había señales de vida.

Se quedó allí quieto, en el oscuro y vacío almacén, rodeado por las antiguallas de un hombre al que ahora sabía que no conocería. Él necesitaba a Armando Illstrom. Necesitaba al salvador que pudiera sacarlo de su tristeza. Pero solo había sido un sueño. Y ahora ese sueño estaba frustrado.

***

Durante todo el viaje en autobús de regreso a casa, Oliver se sintió herido y desanimado. Estaba demasiado abatido hasta para leer su libro.

Llegó a su parada de autobús y, al salir, se encontró con una noche lluviosa. La lluvia le golpeaba la cabeza y lo empavaba. Él apenas se daba cuenta por lo consumido que estaba por su pena.

Cuando llegó a su nueva casa, Oliver recordó que aún no tenía su propia llave. Entrar parecía un cruel golpe extra para un día ya desesperadamente triste. Pero no tenía elección. Llamó a la puerta y se preparó.

La puerta se abrió con un rápido movimiento. Allí, delante de él, estaba Chris con una sonrisa demoníaca.

—Llegas tarde a la cena —dijo, fulminándolo con la mirada y con destellos de placer detrás de sus ojos—. Mamá y papá están se están volviendo locos.

Detrás de Chris, Oliver podía oír la voz chillona de su madre.

—¿Es él? ¿Es Oliver?

Chris le respondió gritando por encima del hombro.

—Sí. Y parece una rata mojada.

Volvió a mirar a Oliver, su expresión era de alegría ante el enfrentamiento que se avecinaba. Oliver se abrió camino hacia dentro con un empujón y pasando por delante del cuerpo grande y gordo de Chris. De su ropa empapada salía un rastro de gotas, haciendo un charco bajo sus pies.

Su madre fue corriendo hacia el pasillo y se quedó en el otro extremo mirándolo fijamente. Oliver no podía decir si su expresión era alivio o rabia.

—Hola, mamá —dijo con resignación.

—¡Mírate! —exclamó ella—. ¿Dónde estabas?

Si era un alivio ver a su hijo otra vez en casa, ¿por qué a eso no lo seguía un abrazo o algo así? La madre de Oliver no daba abrazos.

—Tenía que hacer una cosa después de la escuela —respondió Oliver, evasivamente. Se quitó su suéter empapado.

—¿Una clase de empollones? —abrió la boca Chris. Después rio de forma estridente de su propio chiste.

Su madre extendió la mano para coger el suéter de Oliver.

—Dámelo. Tendré que lavarlo —Suspiró ruidosamente—. Ahora entra. Se te está enfriando la cena.

Acompañó a Oliver hasta la sala de estar. Inmediatamente, Oliver se dio cuenta de que habían revuelto las cosas en su hueco, que las habían movido. Al principio pensó que era porque habían traído un colchón hasta allí, y que lo habían tirado todo encima, pero después vio el tirachinas encima de su sábana. Al lado estaba su maleta, con las cerraduras rotas y la cubierta entreabierta. Y después vio horrorizado que todos los rollos para su capa de invisibilidad habían sido desparramados por el suelo y deformados, como si los hubieran pisoteado.

Oliver supo al instante que había sido cosa de Chris. Le lanzó una mirada asesina. Su hermano observaba su reacción a la expectativa.

—¿Lo has hecho tú? —preguntó Oliver.

Chris se metió las manos en los bolsillos y se meció hacia atrás sobre sus talones, en una imagen de inocencia.

—No tengo ni idea de qué estás hablando —dijo con una sonrisita reveladora.

Era la gota que colmaba el vaso. Después de todo lo que había sucedido en los dos últimos días, con la mudanza, la horrible experiencia en la escuela y la pérdida de su héroe, Oliver no tenía fuerzas para soportarlo. La rabia explotó en su interior. Antes de que tuviera ocasión de pensarlo, Oliver fue corriendo hacia Chris a toda velocidad.

Se estrelló fuerte contra su hermano. Chris apenas se tambaleó hacia atrás por la fuerza; era muy grande y estaba claro que esperaba que Oliver le atacara. Y era evidente que disfrutaba de los intentos de Oliver por enfrentarse a él, pues reía alocadamente. Era tan más grande que Oliver que lo único que tuvo que hacer fue colocar una mano en la cabeza de Oliver y empujarlo hacia atrás.

Desde la mesa de la cocina, su padre gritó:

—¡CHICOS! ¡DEJAD DE PELEAROS!

—Es Oliver —gritó Chris—. Me atacó sin razón.

—¡Sabes exactamente cuál es la razón! —exclamó Oliver, moviendo los puños en el aire, incapaz de llegar al cuerpo de Chris.

—¿Yo pisoteando tus rollitos raros? —dijo Chris entre dientes, lo suficientemente bajo para que ninguno de sus padres pudiera oírlo—. ¿O rompiendo tu estúpido tirachinas? ¡Eres un friqui, Oliver!

Oliver se había agotado luchando contra Chris. Se echó hacia atrás, respirando con dificultad.

—¡ODIO esta familia! —gritó Oliver.

Fue corriendo hasta su hecho, recogiendo todos los rollos dañados y los trozos rotos de alambre, las palancas partidas y el metal doblado y los tiró dentro de su maleta.

Sus padres vociferaban:

—¿Cómo te atreves? —gritó su padre.

—¡Ya te lo encontrarás! —chilló su madre.

—Ahora sí que la has liado —dijo Chris, sonriendo maliciosamente.

Mientras todos le estaban chillando, Oliver sabía que solo había un lugar al que podía escapar. El mundo de sus sueños, el lugar dentro de su imaginación.

Apretó con fuerza los ojos y silenció sus voces.

Entonces, de repente, estaba allí, en la fábrica. No en la que había visitado antes, que estaba llena de arañas, sino una versión limpia, donde todas las máquinas brillaban y relucían bajo luces brillantes.

Oliver estaba allí, mirando boquiabierto a la fábrica en su antiguo esplendor. Pero igual que en la vida real, Armando no estaba allí para recibirlo. Ningún aliado. Ningún amigo. Incluso en su imaginación, estaba completamente solo.

***

Hasta que todo el mundo no se había ido a la cama y la casa estaba completamente a oscuras, Oliver no se sintió capaz de ponerse a arreglar sus inventos. Quería ser optimista mientras trasteaba con todas las piezas, intentando hacer que encajaran. Pero era inútil. Todo había sido destruido. Todos los rollos y los alambres estaban dañados sin remedio. Tendría que empezar de nuevo.

Tiró todas las piezas dentro de su maleta y la cerró de golpe. Ahora que las dos cerraduras estaban rotas, la tapa rebotó antes de volver a caer de nuevo y se quedo entreabierta. Oliver suspiró profundamente y se dejó caer sobre su colchón. Se tapó la cabeza con la manta.

Debió ser por puro cansancio que Oliver pudo quedarse dormido aquella noche. Pero sí que durmió. Y mientras se quedaba dormido, Oliver empezó a soñar y se encontró delante de la ventana mirando hacia fuera al árbol larguirucho que estaba al otro lado de la calle. Allí estaban el hombre y la mujer que había visto la noche anterior, cogidos de la mano.

Oliver dio un golpe en la ventana.

—¿Quiénes sois? —gritó.

La mujer sonrió intencionadamente. Su sonrisa era amable, más bonita incluso que la de la Sra. Belfry.

Pero ninguno de ellos habló. Solo le miraban fijamente, sonriendo.

Oliver tiró de la ventana y la abrió.

—¿Quiénes sois? —gritó de nuevo, pero esta vez el viento ahogó su voz.

El hombre y la mujer estaban allí, callados, agarrados de las manos, con unas sonrisas cálidas y acogedoras.

Oliver empezó a trepar por la ventana. Pero mientras lo hacía, las siluetas parpadearon y se sacudieron, como si fueran hologramas y las bombillas estuvieran parpadeando. Estaban empezando a desaparecer.

—¡Esperad! —gritó él—. ¡No os vayáis!

Cayó de la ventana y fue a toda prisa al otro lado de la calle. A cada paso que daba él, se desvanecían más.

Cuando se acercó a ellos, apenas eran visibles. Alargó la mano hacia la de la mujer, pero la atravesó, como si fuera un fantasma.

—¡Por favor, decidme quiénes sois! —suplicó.

El hombre abrió la boca para hablar, pero el viento rugiente ahogó su voz. Oliver se desesperó.

—¿Quiénes sois? —volvió a preguntar, gritando para que se le oyera por encima del viento—. ¿Por qué me estáis vigilando?

El hombre y la mujer se estaban desvaneciendo rápidamente. El hombre habló de nuevo, y esta vez Oliver oyó un pequeño susurro.

—Tienes un destino…

—¿Cuál? —tartamudeó Oliver—. ¿A qué te refieres? No lo entiendo.

Pero antes de que alguno de los dos tuviera ocasión de volver a hablar, se desvanecieron por completo. Habían desaparecido.

—¡Volved! —exclamó Oliver al vacío.

Entonces, como si le estuviera hablando al vacío, oyó que la escasa voz de la mujer decía:

—Tú salvarás a la humanidad.

Oliver parpadeó hasta abrir los ojos. Volvía a estar en la cama de su hueco, bañado en la luz pálida y azul que entraba por la ventana. Era por la mañana. Podía sentir como su corazón bombeaba con fuerza.

El sueño le había sacudido hasta la médula. ¿Qué habían querido decir con que tenía un destino? ¿Y con que salvaría a la humanidad? ¿Y quiénes eran aquel hombre y aquella mujer, de todos modos? ¿Productos de su imaginación o algo más? Era demasiado para comprenderlo.

 

Cuando la conmoción inicial por el sueño empezó a desaparecer, Oliver sintió que una nueva sensación se adueñaba de él. La esperanza. En algún lugar, en lo profundo de su ser, sentía que estaba a punto de experimentar un día trascendental, que todo estaba a punto de cambiar.

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