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El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. Él, Winston Smith, sabía que Oceanía sí había estado en alianza con Eurasia hacía sólo cuatro años atrás. ¿Pero dónde constaba este conocimiento? Sólo en su conciencia, la cual, de todas formas, pronto sería aniquilada. Y si todos aceptaban las mentiras que el Partido imponía –y si todos los registros contaban el mismo cuento– entonces la mentira entraba en la historia convertida en verdad. “Quien controla el pasado –decía el eslogan del Partido– controla el futuro; quien controla el futuro, controla el pasado”. Y sin embargo, aun cuando la naturaleza del pasado era alterable, nunca había sido alterado. Lo que era verdad ahora, era verdad desde siempre y para siempre. Era muy simple. Todo lo que se necesitada era una interminable serie de victorias sobre tu propia memoria. “Control de la realidad”, se llamaba; en neolengua: “doblepensar”.

–¡Descansen! –ladró la instructora, con voz más cordial.

Winston dejó caer los brazos a los lados y lentamente llenó sus pulmones de aire. Su mente se deslizó por el laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no saber; tener conciencia de lo que es verdad mientras se está cuidadosamente construyendo una mentira; mantener simultáneamente dos opiniones contradictorias y creer en ambas; usar la lógica contra la lógica; repudiar la moralidad en nombre de la moral; creer que la democracia es imposible y creer que el Partido es el guardián de la democracia; olvidar lo que es necesario olvidar, recordarlo cuando es necesario y luego volver a olvidar; y sobre todo, aplicar este proceso al proceso mismo. Esta era la sutileza suprema: inducir conscientemente la inconsciencia y, luego, una vez más, volverse inconsciente del acto de hipnosis que se acababa de realizar. Incluso para comprender la palabra “doblepensar” había que hacer uso del doblepensar.

La instructora había vuelto a pedirles la atención.

–Y ahora veamos quién de ustedes puede tocarse la punta de los pies –dijo con entusiasmo–. ¡Sin doblar las rodillas, por favor, camaradas! ¡Un, dos! ¡Un, dos!...

Winston era reacio a este ejercicio, pues le provocaba fuertes dolores desde los pies hasta las nalgas y terminaba en otro ataque de tos. Ya no disfrutaba con sus meditaciones. El pasado, pensó, no sólo había sido alterado sino que estaba siendo destruido. ¿Cómo ibas a establecer el hecho más evidente si no existían registros ni siquiera en tu propia memoria? Trató de recordar en qué año oyó por primera vez el nombre del Gran Hermano. Debió ser en algún momento de los años sesenta, pero era imposible estar seguro. Por supuesto que en la historia del Partido, el Gran Hermano figuraba como líder y guardián de la Revolución desde sus primeros días. Sus hazañas habían retrocedido gradualmente en el tiempo hasta extenderse en el fabuloso mundo de los años cuarenta y cincuenta, cuando los capitalistas, con sus extraños sombreros cilíndricos, todavía manejaban sus relucientes autos a motor o sus carrozas con ventanas de cristal por las calles de Londres. No había manera de saber cuánto de esta leyenda era verdad y cuánto era inventado. Winston no podía siquiera recordar con qué fecha el Partido había comenzado a existir. Creía no haber escuchado la palabra Ingsoc antes de 1960, pero era posible que en su versión en hablantigua –Socialismo Inglés– fuera usada desde mucho antes. Todo se había desvanecido en la niebla. Sin embargo, a veces se podía detectar claramente una mentira. Por ejemplo, no era verdad, como pretendían los libros de historia del Partido, que éste hubiese inventado los aviones. Él recordaba haberlos vistos desde la niñez. Pero tampoco podía probarlo. Nunca se encontraban evidencias. Sólo una vez en toda su vida tuvo en sus manos un innegable documento que probaba la falsificación de un hecho histórico. Y en aquella ocasión...

–¡Smith! –gritó la fiera voz de la telepantalla–. ¡6079 Smith W! ¡Sí, usted! ¡Inclínese más, por favor! Usted puede hacerlo mejor que eso. No está tratando. ¡Despacio, por favor! Así está mejor, camarada. Ahora descansen y fíjense en mis movimientos.

Un repentino sudor caliente brotó por todo el cuerpo de Winston. Su rostro permanecía completamente inescrutable. ¡Nunca mostrar flaqueza! ¡Nunca reflejar resentimiento! Un mínimo pestañeo te podía traicionar. Se mantuvo observando cómo la instructora levantaba los brazos por sobre la cabeza –quizás sin gracia, pero con notable soltura y eficiencia– y luego se doblaba hasta tocar con los dedos la punta de los pies.

–¡Así, camaradas! ¡Así es como quiero que lo hagan! Mírenme otra vez. Tengo treinta y nueve años y cuatro hijos. Miren –se inclinó nuevamente–. Ven que mis rodillas no se doblan. Si ustedes quieren podrán hacerlo –agregó enderezándose–. Cualquier persona de menos de cuarenta y cinco es perfectamente capaz de tocarse la punta de los pies. No todos tenemos el privilegio de estar combatiendo en el frente, pero al menos mantengámonos en forma. ¡Recuerden a nuestros muchachos en el frente Malabar! ¡Y a los marinos en las Fortalezas Flotantes! Sólo piensen en lo que ellos han tenido que soportar. ¡Ahora, traten otra vez! Así está mejor, camarada, mucho mejor –agregó dirigiéndose a Winston, quien con un violento esfuerzo y sin doblar las rodillas, logró tocarse los dedos de los pies por primera vez en muchos años.

4

Con ese profundo e inconsciente suspiro con que iniciaba cada día de trabajo, que ni la proximidad de la telepantalla lograba reprimir, Winston acercó el hablaescribe hacia él, lo sopló para sacudir el polvo del micrófono y se puso los anteojos. Luego desenrolló y juntó con un clip cuatro tiras de papel que acababan de caer por el tubo neumático sobre el lado derecho de su escritorio.

En las paredes de su cubículo había tres orificios. A la derecha del hablaescribe, un pequeño tubo neumático para mensajes escritos; a la izquierda, uno más ancho para los periódicos; y en la otra pared, al alcance de la mano, una larga y oblonga abertura protegida por una rejilla de alambre. Esta última servía de basurero. Había miles o decenas de miles de hendiduras semejantes repartidas por todo el edificio, no sólo en cada oficina, sino también a lo largo de cada pasillo. Por alguna razón se les llamaba hoyos de la memoria. Cuando algún empleado sabía que un documento debía ser destruido, o cuando alguien veía un pedazo de papel tirado, era un acto automático el levantar la tapa del hoyo más cercano y arrojarlo en él. Una corriente de aire caliente lo arrebataba y llevaba a los enormes hornos ocultos en algún lugar del subterráneo del edificio.

Winston examinó las cuatro tiras de papel que acaba de desenrollar. Cada una contenía un mensaje de no más de dos líneas escritas en la jerga abreviada –con muchas palabras en neolengua– que era usada en el Ministerio para propósitos internos. Decían así:

Times 17.3.84. gh discurso malinforma áfrica rectificar

Times 19.12.83 predicciones plantrienal cuarto trimestre 83 erratas verificar edición actual

Times 14.2.84 miniabundancia malcitado chocolate rectificar

Times 3.12.83 informe gh ordendía doblemásnobueno refs nopersonas rescribir completo revisuperior prearchivar

Con cierta satisfacción, Winston apartó el cuarto mensaje. Era un asunto intrigante y de responsabilidad y prefería dejarlo para el final. Los otros tres eran trabajos de rutina, aunque el segundo probablemente lo obligaría a una tediosa búsqueda de cifras.

Winston digitó “números atrasados” en la telepantalla y pidió los ejemplares indicados del Times, los cuales salieron por el tubo neumático a los pocos minutos. Los mensajes que había recibido se referían a artículos o noticias que por alguna u otra razón era necesario alterar, o, para usar el término oficial, rectificar. Por ejemplo, en el Times del diecisiete de marzo aparecía un discurso que el Gran Hermano había dado el día anterior, el cual predecía que el frente de la India del Sur permanecería en calma, pero que pronto se iniciaría una ofensiva del ejército eurásico en África del Norte. Finalmente resultó que el Alto Comando Eurásico había decidido atacar India del Sur y dejar tranquila a África del Norte. Por eso era necesario reescribir un párrafo en el discurso del Gran Hermano, de manera que predijera las cosas tal cual habían sucedido. Por otra parte, el Times del diecinueve de diciembre publicó los niveles oficiales sobre el consumo de ciertos productos en el cuarto trimestre de 1983, que también correspondían al sexto trimestre del Plan Trienal. La edición de hoy contenía el informe del consumo actual, mostrando que las proyecciones estaban excesivamente equivocadas. El trabajo de Winston consistía en rectificar las cifras originales haciéndolas coincidir con las posteriores. En cuanto al tercer mensaje, este se refería a un error muy sencillo que se podía arreglar en un par de minutos. En febrero recién pasado, el Ministerio de la Abundancia se había comprometido (un “compromiso categórico” eran las palabras oficiales) a no reducir la ración de chocolate durante 1984. Pero la verdad era, como Winston sabía muy bien, que la ración de chocolate sería reducida de treinta a veinte gramos al terminar la semana. Todo lo que necesitaba era sustituir la original promesa por la advertencia de que probablemente habría que reducir la ración en alguna fecha de abril.

Tan pronto como Winston terminó con cada mensaje, unió con un clip las correcciones hablaescritas junto con la copia correspondiente del Times y las mandó por el tubo neumático. Luego, con un movimiento casi inconsciente, arrugó los mensajes originales y todas las notas que había hecho y las arrojó por el hoyo de la memoria para que fueran devoradas por las llamas.

No sabía exactamente qué sucedía en el invisible laberinto de tubos neumáticos, pero tenía una idea general. Tan pronto se reunían y ordenaban todas las correcciones que había sido necesario hacer para un determinado número del Times, el ejemplar era reimpreso, la copia original destruida y la copia correcta ocupaba su lugar. Este proceso de continua alteración no se aplicaba sólo a los periódicos, sino también a los libros, revistas, folletos, carteles, panfletos, películas, grabaciones, caricaturas, fotografías; a cualquier tipo de literatura o documentación que pudiera contener algún significado político o ideológico. Día tras día, minuto a minuto, el pasado se actualizaba. De este modo, existían evidencias documentadas de que todas las predicciones hechas por el Partido eran correctas; no quedaba en los archivos ninguna noticia, expresión u opinión que se opusiera a las necesidades del momento. Toda la historia era un palimpsesto, borrado y reescrito todas las veces que fuese necesario. En ningún caso habría sido posible demostrar la existencia de una falsificación. La sección más grande del Departamento de Registros, mucho mayor que aquella donde trabajaba Winston, se componía simplemente por personas cuya única labor era recolectar todas las copias de libros, diarios y otros documentos que habían sido reemplazados y debían destruirse. Un número del Times que, por causa de cambios en el alineamiento de la política o de errores en las profecías hechas por el Gran Hermano, había sido reescrito una docena de veces, continuaba en los archivos con su fecha original, y no existía otra copia para contradecirlo. También los libros retornados y reescritos una y otra vez, eran invariablemente editados sin admitir ninguna de las alteraciones hechas. Incluso las instrucciones escritas que Winston recibía y que destruía en cuanto las ejecutaba, nunca admitían que se iba a cometer una falsificación; siempre se referían a erratas, omisiones, errores de imprenta o citas equivocadas que era necesario corregir en bien de la exactitud.

 

Pero en verdad, pensó Winston mientras ajustaba unas cifras del Ministerio de la Abundancia, ni siquiera se trataba de una falsificación. Era meramente la sustitución de un sin sentido por otro. La mayor parte del trabajo con que allí lidiaban no tenía ninguna conexión con el mundo real, ni siquiera esa clase de conexión que implica una mentira directa. Las estadísticas eran tan fantásticas en su original como en la versión rectificada. Muchas veces se esperaba que uno mismo las sacara de su cabeza. Por ejemplo, las predicciones del Ministerio de la Abundancia estimaron la producción trimestral de ciento cuarenta y cinco millones de pares de botas. La producción real era de sesenta y dos millones. Sin embargo, al reescribir la proyección, Winston rebajó la cantidad a cincuenta y siete millones para que se pudiera decir que la cuota había sido sobrepasada. En todo caso, sesenta y dos millones no estaba más cerca de la verdad que cincuenta y siete millones o que ciento cuarenta y cinco millones. Lo más probable es que no hubieran fabricado ni siquiera un par de botas. Aún más, nadie sabía cuántas botas se habían producido y a nadie le importaba. Lo único que se sabía es que cada trimestre se producían cantidades astronómicas de botas en el papel, mientras quizás la mitad de la población de Oceanía andaba descalza. Y esto mismo sucedía con toda clase de datos, importantes o insignificantes. Todo se desvanecía en un mundo de sombras en el cual, finalmente, hasta la fecha del año era incierta.

Winston miró a través del pasillo. En la cabina de enfrente un hombre pequeño, meticuloso y de barbilla oscura, llamado Tillotson, trabajaba resuelto, con el periódico en las rodillas y la boca pegada al micrófono del hablaescribe. Daba la impresión de querer mantener lo que decía como un secreto entre él y la telepantalla. Levantó la vista y sus anteojos lanzaron un rayo hostil hacia Winston.

Winston no conocía muy bien a Tillotson, ni tenía idea del trabajo que le asignaban. Los empleados del Departamento de Registros no hablaban de sus tareas. En el largo pasillo sin ventanas, con su doble fila de cabinas, el interminable rumor de papeles y las voces murmurando a la telepantalla, había a lo menos una docena de personas de las cuales Winston ni siquiera conocía su nombre, a pesar de que diariamente los veía corriendo por los pasillos y gesticulando en los Dos Minutos de Odio. Sabía que en la cabina contigua a la suya, la mujer de pelo color arena se esmeraba día a día ubicando y borrando de la prensa los nombres de las personas que habían sido vaporizadas y que, por lo tanto, nunca habían existido. Estaba especialmente capacitada para este trabajo, ya que su marido había sido vaporizado dos años atrás. Y a una pocas cabinas más allá, una criatura pasiva, ineficaz y soñadora llamada Ampleforth, con orejas muy peludas y un talento sorprendente para rimar y medir los versos, estaba encargado de producir las versiones mutiladas –textos definitivos, los llamaban– de poemas que se habían vuelto ideológicamente ofensivos, pero que por alguna u otra razón continuaban formando parte de las antologías. Esta sala con sus cincuenta empleados aproximadamente, era sólo una subsección, una simple célula en la enorme complejidad del Departamento de Registros. Más allá, arriba, abajo, otros enjambres de empleados trabajaban en una inimaginable multitud de tareas. Allí estaban las gigantescas imprentas con sus subeditores, sus expertos en tipografía, y sus equipados estudios para falsificar fotografías. Estaba la sección de teleprogramas con sus ingenieros, sus productores y su equipo de actores especialmente escogidos por su habilidad para falsificar voces. Había un ejército de oficinistas cuya labor consistía en elaborar listas de libros y periódicos que debían ser corregidos. Estaban los vastos depósitos donde se almacenaban los documentos corregidos y los hornos ocultos donde se destruían los originales. Y en algún lugar u otro, bajo el anonimato, estaban los cerebros que dirigían y coordinaban todos los esfuerzos y establecían las líneas políticas según las cuales un fragmento del pasado podía ser preservado, falsificado o borrado de la existencia.

El Departamento de Registros, después de todo, no era más que una simple rama del Ministerio de la Verdad, cuya principal tarea no era reconstruir el pasado, sino proporcionarle a los ciudadanos de Oceanía diarios, películas, textos, programas de telepantalla, obras de teatro y novelas con toda clase de información, instrucción o entretenimiento; desde una estatua hasta un eslogan, desde un poema lírico a un tratado biológico, desde libros de ortografía para niños hasta un diccionario de neolengua. Y el Ministerio no sólo debía atender las múltiples necesidades del Partido, sino repetir toda la operación en un nivel más bajo para beneficio del proletariado. Existía toda una cadena de departamentos separados que se ocupaban de la literatura, música, teatro y entretención proletaria. Allí se elaboraban periódicos populares que no contenían más que deportes, crónicas rojas, horóscopos, novelitas baratas, películas inundadas de sexo y canciones románticas compuestas por una máquina con una especie de caleidoscopio llamado versificador. Incluso había toda una subsección –llamada Pornosec en neolengua– encargada de la producción de la más baja pornografía, la cual era enviada en paquetes sellados que ningún miembro del Partido, salvo los que allí trabajaban, podía ver.

Tres mensajes habían salido del tubo neumático mientras Winston trabajaba; pero eran asuntos sencillos y los había despachado antes de ser interrumpido por los Dos Minutos de Odio. Cuando el Odio terminó, regresó a su cabina, tomó del estante el diccionario de neolengua, apartó hacia un lado el hablaescribe, limpió sus anteojos y se dedicó a su principal tarea de la mañana.

El mayor placer en la vida de Winston era su trabajo. Gran parte de él era tediosa rutina, pero también incluía labores tan difíciles e intrincadas que uno podía perderse en ellas como si fueran un complejo problema matemático. Delicadas piezas de falsificación en las cuales sólo tenía como guía su conocimiento de los principios del Ingsoc y su percepción de lo que el Partido quería que dijera. Winston era bueno para esta clase de cosas. En ocasiones le habían confiado la rectificación de artículos de la primera plana del Times, escrito enteramente en neolengua. Desenrolló el mensaje que había dejado para después. Decía:

Times 3.12.83 informe gh ordendía doblemásnobueno refs nopersonas rescribir completo revisuperior prearchivar.

En hablantigua (o inglés estándar) esto significaba:

El informe de la Orden del Día del Gran Hermano en el Times del 3 de diciembre de 1983 es extremadamente insatisfactorio y hace referencia a personas inexistentes.

Reescribirlo por completo y presentar el borrador a la autoridad superior antes de archivarlo.

Winston leyó el artículo en cuestión. La Orden del Día del Gran Hermano se había dedicado a alabar la labor de una organización conocida como FFCC, que proporcionaba cigarrillos y otros lujos a los marinos de las Fortalezas Flotantes. Cierto camarada Withers, un prominente miembro del Partido Interior, había sido destacado con una mención especial y condecorado con la Orden al Mérito Conspicuo, Clase Dos.

Tres meses después, la FFCC había sido disuelta repentinamente y sin explicación. Se podía suponer que Withers y sus colaboradores habían caído en desgracia, sin embargo, no hubo ningún informe sobre este asunto ni en la prensa ni en la telepantalla. Era lo usual, ya que muy pocas veces los delincuentes políticos eran denunciados o procesados en público. Las grandes purgas que involucraban a miles de personas, con juicios públicos de traidores y criminales mentales que confesaban abyectamente sus crímenes antes de ser ejecutados, eran espectáculos especiales que sólo se daban una vez cada dos años. Lo habitual era que las personas que perdían el favor del Partido simplemente desaparecieran y no se oía hablar de ellas nunca más. Nunca existía ni la menor pista que indicara lo que pudiera haberles ocurrido. En algunos casos ni siquiera habían muerto. Sin contar a sus padres, Winston conocía cerca de treinta personas que habían desaparecido en una u otra ocasión.

Se rascó la nariz con un clip. En la cabina de enfrente, el camarada Tillotson seguía secretamente inclinado sobre el hablaescribe. Levantó la cabeza por un momento: otra vez el rayo hostil de sus anteojos. Winston se preguntó si el camarada Tillotson estaba haciendo el mismo trabajo que él. Era perfectamente posible. Una labor tan delicada jamás sería confiada a una sola persona; por otro lado, llevarlo a un comité era admitir abiertamente que se trataba de una falsificación. Probablemente una docena de personas estaban trabajando en distintas versiones rivales de lo que el Gran Hermano había dicho efectivamente. Y algún cerebro maestro del Partido Interior elegiría esta o aquella versión, la reeditaría y pondría en movimiento el complejo proceso de referencias cruzadas, hasta que la mentira seleccionada pasaría a los registros permanentes convertida en verdad.

Winston no sabía por qué Withers había caído en desgracia. Tal vez por corrupción o incompetencia. Quizás el Gran Hermano quería eliminar a un subordinado demasiado popular. Tal vez Withers o alguien cercano a él se había vuelto sospechoso de herejía. O quizás –y esto era lo más probable– las cosas simplemente habían pasado porque las purgas y las vaporizaciones son fundamentales para la mecánica del gobierno. El único indicio real eran las palabras “refs nopersonas”, que indicaban la muerte de Withers. Tampoco se podía asumir que este era el caso de todas las personas arrestadas. A veces las soltaban y se les permitía vivir en libertad por un año o dos antes de ser ejecutadas. Ocasionalmente, alguien que todos creían muerto por mucho tiempo, reaparecía como un fantasma en un juicio público comprometiendo a centenares de personas con su testimonio antes de desaparecer, esta vez para siempre. Sin embargo, en el caso de Withers, estaba claro que ya era una nopersona. No existía; nunca había existido. Winston decidió que no sería suficiente con cambiar el sentido del discurso del Gran Hermano. Era mejor hacer que se refiriera a un asunto completamente desconectado del tema tratado.

Podía revertir el discurso hacia una habitual denuncia de traidores o criminales mentales, pero eso era demasiado obvio; mientras que inventar la victoria en el frente o algún triunfo en la sobreproducción del Noveno Plan Trienal podía complicar demasiado los registros. Lo que necesitaba era una pieza de fantasía pura. Repentinamente estalló en su mente la imagen de cierto camarada de nombre Ogilvy, recientemente muerto en la batalla, bajo heroicas circunstancias. Había ocasiones en que el Gran Hermano dedicaba su Orden del Día para conmemorar a algún humilde y anónimo miembro del Partido cuya vida y muerte eran un ejemplo digno de seguir. Hoy recordaría al camarada Ogilvy. Desde luego, no existía ninguna persona con ese nombre, pero unas cuantas líneas de texto y un par de fotografías falsas eran suficientes para traerlo de inmediato a la existencia.

 

Winston reflexionó por un momento, luego acercó el hablaescribe hacia él y comenzó a dictar en el familiar estilo del Gran Hermano: un estilo militar y pedante a la vez, y fácil de imitar debido al truco de hacer preguntas y responderlas de inmediato (“¿Qué lección aprendemos de esto, camaradas? La lección –que también es uno de los principios fundamentales del Ingsoc– es...”, etc., etc.).

A la edad de tres años, el camarada Ogilvy había rechazado todos los juguetes excepto un tambor, una metralleta y un helicóptero. A los seis –un año antes de lo reglamentario, por una excepción especial– se había unido a los Espías; a los nueve, era jefe de tropa. A los once denunció a su tío a la Policía del Pensamiento, después de escuchar una conversación que le pareció tenía tendencias criminales. A los diecisiete había sido organizador en su distrito de la Liga Juvenil Anti-Sexo. A los diecinueve diseñó una granada de mano adoptada por el Ministerio de la Paz y que, en su primera prueba, dio muerte a treinta y un prisioneros eurásicos. A los veintitrés había muerto en acción. Perseguido por aviones enemigos mientras volaba sobre el Océano Índico con información confidencial, se arrojó al mar atado a su ametralladora y se hundió con los documentos. Un final –decía el Gran Hermano– imposible de contemplar sin sentimientos de envidia. El Gran Hermano añadía algunos comentarios sobre la pureza y la rectitud de la vida del camarada Ogilvy. No fumaba ni bebía, no tenía recreaciones más que una hora diaria en el gimnasio, y había tomado un voto de celibato porque creía que el matrimonio y el cuidado de la familia eran incompatibles con las veinticuatro horas dedicadas al cumplimiento del deber. No tenía más tema de conversación que los principios del Ingsoc, ni más finalidad en la vida que la derrota del enemigo eurásico y la caza de espías, saboteadores, criminales mentales y traidores en general.

Winston dudó si debía o no concederle al camarada Ogilvy la Orden del Mérito Conspicuo; al final decidió que no, pues aquello obligaría a realizar una gran cantidad de referencias cruzadas innecesarias.

Una vez más miró a su rival de la cabina de enfrente. Algo le decía que Tillotson estaba realizando el mismo trabajo. No había forma de saber cuál versión sería finalmente adoptada, sin embargo, sintió una profunda convicción de que sería la suya. El camarada Ogilvy, inexistente horas atrás, era un hecho. Le pareció curioso crear hombres muertos que nunca habían existido. El camarada Ogilvy, que nunca había existido en el presente, ahora existía en el pasado. Y cuando el acto de falsificación fuese olvidado, su existencia tendría la misma autenticidad y pruebas que la de Carlomagno o Julio César.

5

En el casino subterráneo, la cola para el almuerzo avanzaba lentamente. El lugar estaba lleno de gente y el ruido era ensordecedor. De las cocinas ubicadas atrás del mostrador, salía el olor del estofado, cuyo aroma metálico y amargo no lograba atenuar las emanaciones del Gin de la Victoria. Al extremo del casino había un pequeño bar, un mero hueco en la pared, donde el gin podía ser adquirido a diez centavos el vaso.

–¡Precisamente al que andaba buscando! –dijo una voz a espaldas de Winston.

Se dio vuelta. Era su amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de Estudios. Quizás “amigo” no era exactamente la palabra correcta. Ahora no había amigos, sólo camaradas; pero había camaradas cuya compañía era más agradable que la de otros. Syme era filósofo, especialista en neolengua. De hecho, pertenecía al enorme equipo de expertos encargados de compilar la undécima edición del Diccionario de Neolengua. Era una criatura pequeña, más bajo que Winston, con cabello negro y largo, ojos prominentes, tristes y burlones, que parecían escrutar con la mirada a quien hablara con él.

–Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar –dijo.

–¡Ni una! –repuso Winston con sentimiento de culpa–. He buscado por todas partes. Ya no hay.

Todos te preguntaban por hojas de afeitar. En realidad él tenía dos sin usar que guardaba en su casa. Hace dos meses había total escasez de ellas. En todo momento había algún artículo de vital necesidad que las tiendas del Partido no podían proveer. A veces eran botones, otras, agujas para lana, a veces, cordones de zapatos; ahora se trataba de hojas de afeitar. Sólo se podían conseguir, y con dificultad, rastreando más o menos furtivamente en el mercado “libre”.

–He usado la misma hoja por más de seis semanas –mintió Winston.

La cola avanzó otro paso. Al detenerse, volvió a mirar la cara de Syme. Cada uno tomó una grasosa bandeja de metal de un montón apilado en el mostrador.

–¿Fuiste a ver el ahorcamiento de los prisioneros ayer? –preguntó Syme.

–Estaba trabajando –dijo Winston con indiferencia–. Supongo que lo veré en el cine.

–Un sustituto muy inadecuado –comentó Syme.

Sus ojos burlones se pasearon por la cara de Winston. “Te conozco”, parecían decir, “veo a través tuyo, y sé muy bien por qué no fuiste a ver el ahorcamiento de los prisioneros”. De una manera intelectual, Syme era venenosamente ortodoxo. Podía hablar con una satisfacción repugnante de los ataques aéreos a los pueblos enemigos, de juicios y confesiones de los criminales mentales, de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Para hablar con él había que alejarlo de estos temas y sumergirlo, si era posible, en los tecnicismos de la neolengua, en lo cual era experto y brillante. Winston movió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de aquellos grandes ojos oscuros.

–Fue un buen ahorcamiento –dijo Syme recordando–. Pero creo que lo estropean cuando les atan los pies. Me gusta verlos patalear. Y sobre todo al final, cuando sacan la lengua y se les pone azul, de un azul brillante. Ese es el detalle que más me gusta.

–¡El siguiente, por favor! –gritó la proletaria de delantal blanco tras el mostrador.

Winston y Syme pusieron sus bandejas en el mesón. A cada uno se le sirvió su ración: estofado con un poquito de carne, un trozo de pan, un cubito de queso, un tazón de Café de la Victoria y una pastilla de sacarina.

–Allí hay una mesa, debajo de la telepantalla –dijo Syme–. Recojamos el gin en el camino.

Les sirvieron el gin en unos tazones sin mangos. Se abrieron paso a través de la multitud y colocaron sus bandejas sobre una mesa de metal, en una esquina de la cual alguien había desparramado el estofado, dejando una masa líquida asquerosa que parecía vómito. Winston tomó su taza de gin, hizo una pausa para darse ánimo y se tragó de un golpe aquel líquido con sabor a aceite. De pronto, al limpiarse las lágrimas que aparecieron en sus ojos se dio cuenta de que tenía hambre. Comenzó a tragar grandes cucharadas del estofado que contenía pequeños cubitos de algo que probablemente era una preparación de carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que vaciaron sus recipientes. En la mesa ubicada a la izquierda de Winston, un poco detrás de él, alguien hablaba rápidamente y sin cesar, una cháchara que era casi el graznido de un pato, y que perforaba el murmullo general del salón.

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