Grandes Esperanzas

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Из серии: Clásicos
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Nunca me dejaban llevar una vela para acostarme, y cuando subía las escaleras a oscuras, con la cabeza vacilante porque el dedal de la señora Joe repiqueteó en ella para acompañar sus últimas palabras, estaba convencido de que acabaría en los Pontones.

Con seguridad seguía el camino apropiado para terminar en ellos. Empecé haciendo preguntas y ya me disponía a robar a la señora Joe.

Desde aquel tiempo, que ya ahora es muy lejano, he pensado muchas veces que pocas personas se han dado cuenta de la reserva de los muchachos que viven atemorizados. Poco importa que el terror no esté justificado, porque, a pesar de todo, es terror. Yo estaba lleno del miedo hacia aquel joven desconocido que deseaba devorar mi corazón y mi hígado. Tenía pánico mortal de mi interlocutor, el que llevaba un hierro en la pierna; lo tenía de mí mismo por verme obligado a cumplir una promesa que me arrancaron por temor; y no tenía esperanza de librarme de mi todopoderosa hermana, quien me castigaba continuamente, aumentando mi miedo el pensamiento de lo que podría haber hecho en caso necesario y a impulsos de mi secreto terror.

Si aquella noche pude dormir, sólo fue para imaginarme a mí mismo flotando río abajo en una marea viva de primavera y en dirección a los Pontones. Un fantástico pirata me llamó, por medio de una bocina, cuando pasaba junto a la horca, diciéndome que mejor sería que tomara tierra para que fuera ahorcado enseguida, en vez de continuar mi camino.

Temía dormir, aunque me sentía inclinado a ello por saber que en cuanto apuntara la aurora me vería obligado a saquear la despensa. No era posible hacerlo durante la noche, porque en aquellos tiempos no se encendía la luz como ahora gracias a la sencilla fricción de un fósforo. Para tener luz habría tenido que recurrir al pedernal y al acero, haciendo así un ruido semejante al del propio pirata al agitar sus cadenas.

Tan pronto como el negro aterciopelado que se vela a través de mi ventanita se tiñó de gris, me apresuré a levantarme y a bajar la escalera; todos los tablones de madera y las resquebrajaduras de cada madero parecían gritarme: “¡Detente, ladrón!” y “¡Despiértese, señora Joe!”. En la despensa, que estaba mucho mejor provista que de costumbre porque era la víspera de Navidad, me alarmé mucho al ver que había una liebre colgada de las patas posteriores y me pareció que guiñaba los ojos cuando estaba ligeramente vuelto de espaldas hacia ella. No tuve tiempo para ver lo que tomaba, ni de elegir ni de nada, porque no podía entretenerme. Robé un poco de pan, algunas cortezas de queso, cierta cantidad de carne picada, que guardé en mi pañuelo junto con el pan y manteca de la noche anterior, y un poco de aguardiente de una botella de piedra, que eché en un frasco de vidrio (usado secretamente para hacer en mi cuarto agua de regaliz). Luego acabé de llenar con agua la botella de piedra. También tomé un hueso con un poco de carne y un hermoso pastel de cerdo. Me disponía a marcharme sin este último, pero sentí la tentación de encaramarme en un estante para ver qué cosa estaba guardada con tanto cuidado en un plato de barro que había en un rincón; observando que era el pastel, me lo llevé, persuadido de que no estaba dispuesto para el día siguiente y de que no lo echarían de menos enseguida.

En la cocina había una puerta que comunicaba con la fragua. Quité la tranca y abrí el cerrojo de ella, y así pude tomar una lima de entre las herramientas de Joe. Luego cerré otra vez la puerta como estaba, abrí la que me dio paso la noche anterior al llegar a casa y, después de cerrarla de nuevo, eché a correr hacia los marjales cubiertos de niebla.

Capítulo III

Había mucha escarcha y la humedad era grande. Antes de salir pude ver la humedad condensada en la parte exterior de mi ventanita, como si allí hubiese estado llorando un trasgo durante toda la noche usando la ventana a manera de pañuelo. Ahora veía la niebla posada sobre los matorrales y sobre la hierba, como telarañas mucho más gruesas que las corrientes, colgando de una rama a otra o desde las matas hasta el suelo. La humedad se había posado sobre las puertas y sobre las cercas, y era tan espesa la niebla en los marjales que el poste indicador de nuestra aldea, poste que no servía para nada porque nadie iba por allí, fue invisible para mí hasta que estuve casi debajo. Luego, mientras lo miré gotear, a mi conciencia oprimida le pareció un fantasma que me iba a entregar a los Pontones.

La niebla fue más espesa todavía cuando salí de los marjales, hasta el punto de que, en vez de acercarme corriendo a alguna cosa, parecía que ésta echara a correr hacia mí.

Esto era muy desagradable para una mente pecadora. Las puertas, las represas y las orillas se arrojaban violentamente contra mí a través de la niebla, como si quisieran exclamar con la mayor claridad: “¡Un muchacho que ha robado un pastel de cerdo! ¡Deténganlo!”. Las reses se me aparecían repentinamente, mirándome con asombrados ojos, y por el vapor que exhalaban sus narices parecían exclamar: “¡Eh, ladronzuelo!”. Un buey negro con una mancha blanca en el cuello, que a mi temerosa conciencia le pareció que tenía cierto aspecto clerical, me miró con tanta obstinación en sus ojos y movió su maciza cabeza de un modo tan acusador cuando yo lo rodeaba, que no pude menos que murmurar: “No he tenido más remedio, señor. No lo he robado para mí”. Entonces él dobló la cabeza, resopló despidiendo una columna de humo por la nariz y se desvaneció dando una coz con las patas traseras y agitando el rabo.

Ya estaba cerca del río, mas a pesar de que fui muy aprisa, no podía calentarme los pies. A ellos parecía haberse agarrado la humedad, como se había agarrado el hierro a la pierna del hombre a cuyo encuentro iba. Conocía perfectamente el camino que conducía a la Batería, porque estuve allí un domingo con Joe, y éste, sentado en un cañón antiguo, me dijo que cuando yo fuera su aprendiz y estuviera a sus órdenes, iríamos allí a cazar alondras. Sin embargo, y a causa de la confusión originada por la niebla, me hallé de pronto demasiado a la derecha y, por consiguiente, tuve que retroceder a lo largo de la orilla del río, pasando por encima de las piedras sueltas que había sobre el fango y por las estacas que contenían la marea. Avanzando por ahí, tan de prisa como me fue posible, acababa de cruzar una zanja que, según sabía, estaba muy cerca de la Batería, y precisamente cuando subía por el montículo inmediato a la zanja vi a mi hombre sentado. Estaba vuelto de espaldas, con los brazos doblados, y cabeceaba a causa del sueño.

Imaginé que se pondría contento si me aparecía ante él llevándole el desayuno de un modo inesperado, y así me acerqué sin hacer ruido y le toqué el hombro.

Instantáneamente dio un salto, y entonces vi que no era aquel mismo hombre, sino otro. Sin embargo, también iba vestido de gris y tenía un hierro en la pierna; cojeaba del mismo modo, tenía la voz ronca y estaba muerto de frío; en una palabra, se parecía mucho al otro, a excepción de que no tenía el mismo rostro y de que llevaba un sombrero de alas anchas, plano y muy metido en la cabeza. Observé en un momento todos estos detalles, porque no me dio tiempo para más. Profirió una blasfemia y me dio un golpe, pero estaba tan débil, que apenas me tocó y, en cambio, le hizo tambalear.

Luego echó a correr por entre la niebla, tropezando dos veces, y por fin le perdí de vista.

“Éste será el joven”, pensé —mientras se detenía mi corazón al identificarlo. Y también habría sentido dolor en el hígado si hubiera sabido dónde lo tenía.

Poco después llegué a la Batería, y allí encontré a mi conocido, abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro, como si en toda la noche no hubiera dejado de hacer ambas cosas. Me esperaba. Indudablemente, tenía mucho frío. Yo casi temía que se cayera ante mí y se quedara helado. Sus ojos expresaban tal hambre que, cuando le entregué la lima y él la dejó sobre la hierba, se me ocurrió que habría sido capaz de comérsela si no hubiera visto lo que le llevaba. Aquella vez no me hizo dar ninguna voltereta para apoderarse de lo que tenía, sino que me permitió continuar de pie mientras abría el fardo y vaciaba mis bolsillos.

—¿Qué hay en esa botella, muchacho? —me preguntó.

—Aguardiente —contesté.

Él, mientras tanto, tragaba de un modo curioso la carne picada; más como quien quisiera guardar algo con mucha prisa y no como quien come, pero dejó la carne para tomar un trago de licor. Mientras tanto se estremecía con tal violencia que a duras penas podía conservar el cuello de la botella entre los dientes, de modo que se vio obligado a sujetarla con ellos.

—Me parece que usted tiene fiebre. —Creo lo mismo, muchacho —contestó.

—Este sitio es muy malo —advertí—. Se habrá usted echado en el marjal, que es muy malsano. También da reuma.

—Pues antes de morirme —dijo—, desayunaré. Y seguiría comiendo aunque luego tuvieran que ahorcarme en esta horca. No me importan los temblores que tengo, te lo aseguro.

Y, al mismo tiempo, se tragaba la carne picada, roía el hueso y se comía el pan, el queso y el pastel de cerdo, todo a la vez. No por eso dejaba de mirar con la mayor desconfianza alrededor de nosotros, y a veces se interrumpía, dejando también de mascar, a fin de escuchar. Cualquier sonido, verdadero o imaginado, cualquier ruido en el río, o la respiración de un animal sobre el marjal, lo sobresaltaba, y entonces me decía:

—¿No me engañas? ¿No has traído a nadie contigo? —No, señor, no.

 

—¿Ni has dicho a nadie que te siguiera?

—No.

—Está bien —dijo—. Te creo. Serías una verdadera fiera si, a tu edad, ayudaras a cazar a un desgraciado como yo.

En su garganta sonó algo como si dentro tuviera una maquinaria que se dispusiera a dar la hora. Y con la destrozada manga de su traje se limpió los ojos.

Compadecido por su situación y observándolo mientras, gradualmente, volvía a aplicarse al pastel de cerdo, me atreví a decirle:

—No sabe usted cuánto me contenta que le guste lo que le he traído. —¿Qué dices?

—Que estoy muy satisfecho de que le guste.

—Gracias, muchacho; me gusta.

Muchas veces había contemplado mientras comía a un gran perro que teníamos, y ahora observaba la mayor semejanza entre el modo de comer del animal y el de aquel hombre. Éste tomaba grandes y repentinos bocados, exactamente del mismo modo que el perro. Se tragaba cada bocado demasiado pronto y demasiado aprisa; y luego miraba de lado, como si temiera que de cualquier dirección pudiera llegar alguien para disputarle lo que estaba comiendo. Estaba demasiado asustado como para saborear tranquilamente el pastel, y creí que si alguien se presentara a disputarle la comida, sería capaz de acometerlo a mordiscos. En todo eso se portaba igual que el perro.

—Me temo que no quedará nada para él —dije con timidez y después de un silencio durante el cual estuve indeciso acerca de la conveniencia de hacer aquella observación—. No me es posible sacar más del lugar de donde he tomado esto.

La certeza de este hecho fue la que me dio valor bastante para hacer la indicación.

—¿Dejarle nada? Y ¿quién es él? —preguntó mi amigo, interrumpiéndose en la masticación del pastel.

—El joven. Ese de quien me habló usted. El que estaba escondido.

—¡Ah, ya! —replicó con bronca risa—. ¿Él? Sí, sí. Él no necesita comida.

—Pues a mí me pareció que le habría gustado mucho comer —dije.

Mi compañero dejó de hacerlo y me miró con la mayor atención y sorpresa. —¿Que te pareció...? ¿Cuándo?

—Hace un momento.

—¿Dónde?

—Ahí —dije señalando el lugar—. Precisamente ahí lo encontré medio dormido, y me pareció que era usted.

Me tomó por el cuello de la ropa y me miró de tal manera que llegué a temer que de nuevo se propusiera cortarme la cabeza.

—Iba vestido como usted, aunque llevaba sombrero —añadí, temblando—. Y... y... —temía no acertar a explicarlo con la suficiente delicadeza—. Y con... con la misma razón para necesitar una lima. ¿No oyó usted los cañonazos ayer por la noche?

—¿Dispararon cañonazos? —me preguntó.

—Supuse que lo sabía usted —repliqué—, porque los oímos desde mi casa, que está bastante más lejos y además teníamos las ventanas cerradas.

—Ya comprendo —dijo—. Cuando un hombre está solo en estas llanuras, con la cabeza débil y el estómago desocupado, muriéndose de frío y de necesidad, no oye en toda la noche más que cañonazos y voces que lo llaman. Y no solamente oye, sino que también ve a los soldados, con sus chaquetas rojas, alumbradas por las antorchas y que lo rodean a uno. Oye cómo gritan su número, oye cómo lo intiman a que se rinda, oye el choque de las armas de fuego y también las órdenes de “¡Preparen! ¡Apunten! ¡Rodéale, muchacho!”. Y siente cómo le ponen encima las manos, aunque todo eso no exista. Por eso anoche creí ver varios pelotones que me perseguían y oí el acompasado ruido de sus pasos. Pero no vi uno, sino un centenar. Y en cuanto a cañonazos... Vi estremecerse la niebla ante el cañón, hasta que fue de día. Pero ese hombre... —añadió después de las palabras que acababa de pronunciar en voz alta, olvidando mi presencia—. ¿Has notado algo en ese hombre?

—Tenía la cara llena de contusiones —dije, recordando que apenas estaba seguro de ello.

—¿No aquí? —exclamó el hombre golpeándose la mejilla izquierda con la palma de la mano.

—Sí, aquí.

—¿Dónde está? —preguntó guardándose en el pecho los restos de la comida—. Dime por dónde fue. Lo alcanzaré como si fuera un perro de caza. ¡Maldito sea este hierro que llevo en la pierna! Dame la lima, muchacho.

Indiqué la dirección por donde la niebla había envuelto al otro, y él miró hacia allí por un instante. Pero como un loco se inclinó sobre la hierba húmeda para limar su hierro y sin hacer caso de mí ni tampoco de su propia pierna, en la que había una antigua escoriación que en aquel momento sangraba; sin embargo, trataba su pierna con tanta rudeza como si no tuviera más sensibilidad que la propia lima. De nuevo volví a sentir miedo de él al ver cómo trabajaba con aquella apresurada furia, y también temí estar fuera de mi casa por más tiempo. Le dije que tenía que marcharme, pero él pareció no oírme, de manera que creí preferible alejarme silenciosamente. La última vez que lo vi tenía la cabeza inclinada sobre la rodilla y se ocupaba con el mayor ahínco en romper su hierro, murmurando impacientes imprecaciones dirigidas a éste y a la pierna. Más adelante me detuve a escuchar entre la niebla, y todavía pude oír el roce de la lima que seguía trabajando.

Capítulo IV

Estaba plenamente convencido de que al llegar a mi casa encontraría en la cocina a un agente de policía esperándome para prenderme. Pero no solamente no había allí ningún agente, sino que tampoco se había descubierto mi robo. La señora Joe estaba muy ocupada en disponer la casa para la festividad del día, y Joe había sido puesto en el escalón de entrada de la cocina, lejos del recogedor del polvo, instrumento al cual le llevaba siempre su destino, más pronto o más tarde, cuando mi hermana limpiaba vigorosamente los suelos de la casa.

—¿Y dónde demonios has estado? —exclamó la señora Joe al verme y a modo de salutación de Navidad, cuando mi conciencia y yo aparecimos en la puerta.

Contesté que había ido a oír los cánticos de Navidad.

—Muy bien —observó la señora Joe—. Peor podrías haber hecho. Yo pensé que no había duda alguna acerca de ello.

—Tal vez si no fuera esposa de un herrero y, lo que es lo mismo, una esclava que nunca se puede quitar el delantal, habría ido también a oír los cánticos —dijo la señora Joe—. Me gustan mucho, pero ésta es, precisamente, la mejor razón para que nunca pueda ir a oírlos.

Joe, quien se había aventurado a entrar a la cocina tras de mí, cuando el recogedor del polvo se retiró ante nosotros, se pasó el dorso de la mano por la nariz con aire de conciliación, en tanto que la señora Joe lo miraba, y en cuanto los ojos de ésta se dirigieron a otro lado, él cruzó secretamente los dos índices y me los enseñó como indicación de que la señora Joe estaba de mal humor. Tal estado era tan normal en ella, que tanto Joe como yo nos pasábamos semanas enteras haciéndonos cruces, señal convenida para dicho objeto, como si fuéramos verdaderos cruzados.

Tuvimos una comida magnífica, consistente en pierna de cerdo en adobo, adornada con verdura, y un par de gallos asados y rellenos. El día anterior, por la mañana, mi hermana hizo un hermoso pastel de carne picada, razón por la cual no había echado de menos el resto que yo me llevé, y el pudín estaba ya dispuesto en el molde. Tales preparativos fueron la causa de que, sin ceremonia alguna, nos acortaran nuestra ración en el desayuno, porque mi hermana dijo que no estaba dispuesta a atiborrarnos ni a ensuciar platos, con el trabajo que tenía por delante.

Por eso nos sirvió nuestras rebanadas de pan como si fuéramos dos mil hombres de tropa en una marcha forzada, en vez de un hombre y un chiquillo en casa; y tomamos algunos tragos de leche y de agua, aunque con muy mala cara, de un jarrito que había en el aparador. Mientras tanto, la señora Joe puso cortinas limpias y blancas, clavó un volante de flores en la chimenea para reemplazar el viejo y quitó las fundas de todos los objetos de la sala, que jamás estaban descubiertos, a excepción de aquel día, pues se pasaban el año ocultos en sus forros, los cuales no se limitaban a las sillas, sino que se extendían a los demás objetos, que solían estar cubiertos de papel de plata, incluso los cuatro perritos de lanas blancos que había sobre la chimenea, todos con la nariz negra y una cesta de flores en la boca, formando parejas. La señora Joe era un ama de casa muy limpia, pero tenía el arte exquisito de hacer su limpieza más desagradable y más incómoda que la propia suciedad. La limpieza es lo que está más cerca de la divinidad, y mucha gente hace lo mismo respecto de su religión.

Como mi hermana tenía mucho trabajo, se hacía representar para ir a la iglesia, es decir, que en su lugar íbamos Joe y yo. En su traje de trabajo, Joe tenía completo aspecto de herrero, pero con el de día de fiestas parecía más bien un espantajo en traje de ceremonias. Nada de lo que entonces llevaba le caía bien o parecía pertenecerle, y todo le rozaba y le molestaba en gran manera. En aquel día de fiesta salió de su habitación cuando ya repicaban alegremente las campanas, pero su aspecto era el de un desgraciado penitente en traje dominguero. En cuanto a mí, creo que mi hermana tenía la idea general de que era un joven criminal, a quien un policía comadrón recogió el día de mi nacimiento para entregarme a ella, a fin de que me castigaran de acuerdo con la ultrajada majestad de la ley. Siempre me trataron como si yo hubiera porfiado para nacer a pesar de los dictados de la razón, de la religión y de la moralidad y contra los argumentos que me hubieran presentado, para disuadirme, mis mejores amigos. E, incluso, cuando me llevaron al sastre para que me hiciera un traje nuevo, sin duda recibió orden de hacerlo de acuerdo con el modelo de algún reformatorio y, desde luego, de manera que no me permitiera el libre uso de mis miembros.

Así, pues, cuando Joe y yo íbamos a la iglesia, éramos un espectáculo conmovedor para las personas compasivas. Y, sin embargo, todos mis sufrimientos exteriores no eran nada para los que sentía en mi interior. Los terrores que me asaltaron cada vez que la señora Joe se acercaba a la despensa o salía de la estancia no podían compararse más que con los remordimientos que sentía mi conciencia por lo que habían hecho mis manos. Con el peso de mi pecaminoso secreto, me pregunté si la Iglesia sería lo bastante poderosa para protegerme de la venganza de aquel joven terrible si divulgase lo que sabía. Ya me imaginaba el momento en que se leyeran los edictos y el clérigo dijera: “Ahora te toca declarar a ti”. Entonces había llegado la ocasión de levantarme y solicitar una conferencia secreta en la sacristía. Estoy muy lejos de tener la seguridad de que nuestra pequeña congregación no hubiera sentido asombro al ver que apelaba a tan extrema medida, pero tal vez me valdría el hecho de que era el día de Navidad, no un domingo cualquiera.

El señor Wopsle, sacristán de la iglesia, tenía que comer con nosotros, y el señor Hubble, el carretero, así como la señora Hubble y también el tío Pumblechook (que lo era de Joe, pero la señora Joe se lo apropiaba), que era un rico tratante en granos, de un pueblo cercano, y que guiaba su propio carruaje. Se había señalado la una y media de la tarde para la hora de la comida. Cuando Joe y yo llegamos a casa, encontramos la mesa puesta, a la señora Joe mudada y la comida preparada, así como la puerta principal abierta —algo que no ocurría en ningún otro día— a fin de que entraran los invitados; todo ello estaba preparado con la mayor esplendidez. Por otra parte, ni una palabra acerca del robo.

Pasó el tiempo sin que trajera ningún consuelo para mis sentimientos, y llegaron los invitados. El señor Wopsle, unido a una nariz romana y a una frente grande y pulimentada, tenía una voz muy profunda, de la que estaba en extremo orgulloso; en realidad, era valor entendido entre sus conocidos que, si hubiera tenido una oportunidad favorable, habría sido capaz de poner al pastor en un brete. Él mismo confesaba que si la Iglesia estuviese “más abierta”, refiriéndose a la competencia, no desesperaría de hacer carrera en ella. Pero como la Iglesia no estaba “abierta”, era, según ya he dicho, nuestro sacristán. Castigaba de un modo tremendo los “amén”, y cuando entonaba el salmo, pronunciando el versículo entero, miraba primero alrededor de él y a toda la congregación como si quisiera decir: “Ya han oído ustedes a nuestro amigo que está más alto; háganme el favor de darme ahora su opinión acerca de su estilo”.

 

Abrí la puerta para que entraran los invitados —dándoles a entender que teníamos la costumbre de hacerlo; la abrí primero para el señor Wopsle, luego para el señor y la señora Hubble y últimamente para el tío Pumblechook. (A mí no se me permitía llamarle tío, con amenaza de los más severos castigos.)

—Señora Joe —dijo el tío Pumblechook, hombretón lento, de mediana edad, que respiraba con dificultad y que tenía una boca semejante a la de un pez, ojos muy abiertos y poco expresivos y cabello de color arena, muy erizado en la cabeza, de manera que parecía que lo hubieran asfixiado a medias y que acabara de volver en sí—. Quiero felicitarte en este día... Te he traído una botella de jerez y otra de oporto.

En cada Navidad se presentaba, como si fuera una novedad extraordinaria, exactamente con aquellas mismas palabras. Y todos los días de Navidad la señora Joe contestaba como lo hacía entonces:

—¡Oh, tío... Pum... ble... chook! ¡Qué bueno es usted!

Y, todos los días de Navidad, él replicaba, como entonces:

—No es más de lo que mereces. Espero que estarán todos de excelente humor.

Y ¿cómo está ese medio penique de chico?

En tales ocasiones comíamos en la cocina y tomábamos las nueces, las naranjas y las manzanas en la sala, lo cual era un cambio muy parecido al que Joe llevaba a cabo todos los domingos al ponerse el traje de fiestas. Mi hermana estaba muy contenta aquel día y, en realidad, parecía más amable que nunca en compañía de la señora Hubble que en otra cualquiera. Recuerdo que ésta era una mujer angulosa, de cabello rizado, vestida de color azul celeste y que presumía de joven por haberse casado con el señor Hubble, aunque ignoro en qué remoto periodo, siendo mucho más joven que él. En cuanto a su marido, era un hombre de alguna edad, macizo, de hombros salientes y algo encorvado. Solía oler a aserrín y andaba con las piernas muy separadas, de modo que, en aquellos días de mi infancia, yo podía ver por entre ellas una extension muy grande de terreno siempre que lo encontraba cuando subía por la vereda.

En aquella buena compañía, aunque yo no hubiera robado la despensa, me habría encontrado en una posición falsa, y no porque me viera oprimido por un ángulo agudo de la mesa, que se me clavaba en el pecho, y el codo del tío Pumblechook en mi ojo, ni porque se me prohibiera hablar, cosa que no deseaba, así como tampoco porque se me obsequiara con las patas llenas de durezas de los pollos o con las partes menos apetitosas del cerdo, aquellas de las que el animal, cuando estaba vivo, no tenía razón alguna para envanecerse. No, no habría puesto yo el menor inconveniente en que me hubieran dejado a solas. Pero no querían. Parecía como si creyeran perder una ocasión agradable si dejaban de hablar de mí de vez en cuando, señalándome también algunas veces. Y era tanto lo que me conmovían aquellas alusiones, que me sentía tan desgraciado como un toro en la plaza.

Esto empezó en el momento que nos sentamos a comer. El señor Wopsle dio las gracias, declamando teatralmente, según me parece ahora, con un tono que tenía a la vez algo del espectro de Hamlet y de Ricardo III, y terminó expresando la seguridad de que debíamos sentirnos llenos de agradecimiento. Inmediatamente después mi hermana me miró y, en voz baja y acusadora, me dijo:

—¿No lo oyes? Debes estar agradecido.

—Especialmente —dijo el señor Pumblechook— debes sentir agradecimiento, muchacho, por las personas que te han criado a mano.

La señora Hubble meneó la cabeza y me contempló con expresión de triste presentimiento de que yo no llegaría a ser bueno, y preguntó:

—¿Por qué los muchachos no serán nunca agradecidos?

Tal misterio moral pareció excesivo para los comensales, hasta que el señor Hubble lo solventó concisamente diciendo:

—Son naturalmente viciosos.

Entonces todos murmuraron:

—Es verdad.

Y me miraron de un modo muy desagradable.

La situación y la influencia de Joe eran más débiles todavía, si tal era posible, cuando había invitados que cuando estábamos solos. Pero a su modo, y siempre que le era dable, me consolaba y me ayudaba, y así lo hizo a la hora de comer, dándome salsa cuando la había. Y como aquel día abundaba, Joe me echó en el plato casi medio litro. Un poco después, y mientras comíamos aún, el señor Wopsle hizo una crítica bastante severa del sermón, e indicó, en el caso hipotético de que la Iglesia estuviera “abierta”, el sermón que él habría pronunciado. Y después de favorecer a su auditorio con algunas frases de su discurso, observó que consideraba muy mal elegido el asunto de la homilía de aquel día; lo cual era menos excusable, según añadió, cuando había tantos asuntos excelentes y muy indicados para semejante fiesta.

—Es verdad —dijo el tío Pumblechook—. Ha dado usted en el clavo. Hay muchos asuntos excelentes para quien sabe emplearlos. Esto es lo que se necesita. Un hombre que tenga juicio no ha de pensar mucho para encontrar un asunto apropiado, si para ello tiene la sal necesaria. —Y después de un corto intervalo de reflexión añadió—: Fíjese usted en el cerdo. Ahí tiene usted un asunto. Si necesita usted un asunto, fíjese en el cerdo.

—Es verdad, caballero —replicó el señor Wopsle, cuando yo sospechaba que iba a servirse de la ocasión para aludirme—. Y para los jóvenes pueden deducirse muchas cuestiones morales de este texto.

—Presta atención —me dijo mi hermana, aprovechando aquel paréntesis. Joe me dio un poco más de salsa.

—Los cerdos —prosiguió el señor Wopsle, con su voz más profunda y señalando con su tenedor mi enrojecido rostro, como si pronunciara mi nombre de pila—. Los cerdos fueron los compañeros más pródigos. La glotonería de los cerdos resulta, al ser expuesta a nuestra consideración, un ejemplo para los jóvenes. —Yo opinaba lo mismo que él, pues hacía poco que había estado ensalzando el cerdo que le sirvieron, por lo gordo y sabroso que estaba—. Y lo que es detestable en el cerdo, lo es todavía más en un muchacho.

—O en una muchacha —sugirió el señor Hubble.

—Desde luego, también en una muchacha, señor Hubble —asintió el señor Wopsle con cierta irritación—. Pero aquí no hay ninguna.

—Además —dijo el señor Pumblechook, volviéndose de pronto hacia mí—, hay que pensar en lo que se ha recibido, para agradecerlo. Si hubieras nacido cerdo...

—Bastante lo era —exclamó mi hermana, con tono enfático. Joe me dio un poco más de salsa.

—Bueno, quiero decir un cerdo de cuatro patas —añadió el señor Pumblechook —. Si hubieras nacido así, ¿dónde estarías ahora? No...

—Por lo menos, en esta forma —dijo el señor Wopsle señalando el plato.

—No quiero indicar en esta forma, caballero —replicó el señor Pumblechook, a quien le molestaba que lo hubieran interrumpido—. Quiero decir que no estaría gozando de la compañía de los que son mayores y mejores que él, y que no se aprovecharía de su conversación ni se hallaría en el regazo del lujo y de las comodidades. ¿Se hallaría en tal situación? De ninguna manera. Y ¿cuál habría sido su destino? —añadió volviéndose otra vez hacia mí—. Te habrían vendido por una cantidad determinada de chelines, de acuerdo con el precio corriente en el mercado, y Dunstable, el carnicero, habría ido en tu busca cuando estuvieras echado en la paja, se lo habría llevado bajo el brazo izquierdo, en tanto que con la mano derecha se levantaría la bata a fin de tomar un cortaplumas del bolsillo de su chaleco para derramar tu sangre y acabar tu vida. No te habrían criado a mano, entonces. De ninguna manera.

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